lunes, 7 de noviembre de 2011

Velad, porque no sabéis ni el día, ni la hora


NARCISO-JESÚS LORENZO

Domingo XXXII del tiempo ordinario – Ciclo A

“¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!” (Mateo 25, 1-13)

De mi estancia en Italia uno de los recuerdos que estos días me vienen a la memoria es el de los cementerios. En todas las tumbas había una luz encendida, como ocurría antiguamente entre nosotros. ¿Qué quiere expresar esto? Se trata, al menos en su origen, y seguro en la conciencia de muchos creyentes, de hacer realidad lo que hoy hemos escuchado de labios de Jesús: «El Reino de los cielos se parecerá a diez muchachas que en una boda tomaron sus lámparas de aceite y salieron a recibir al novio». La parábola es oportuna para ilustrar las luces y las sombras que se ciernen sobre la realidad de la muerte, sobre todo después de la resaca que nos ha dejado Halloween.

Se van generalizando entre la gente, de un modo lúdico y comercial, ideas sobre la muerte que van desde el más puro materialismo (lo único que queda de los seres humanos es un frasco con cenizas) al mundo de la superstición, plagado de adivinos, nigromantes, zombis, vampiros, espíritus perdidos, almas en pena, etc. Lo primero que tenemos que decir son dos cosas: que si fuéramos mera materia, si la muerte fuera solo un hecho natural, lo tendríamos todos asumido ¡de verdad! Pero resulta que nadie se quiere morir, salvo aquellos para quienes su vida es un infierno. Además los cristianos afirmamos, con aceptación o rechazo, que es Jesús el único que pude ofrecer luz sobre la muerte, porque ha muerto, pero ha resucitado.

Conviene que, al menos, los católicos, procuremos que no se nos apague la lámpara de la fe, para saber a dónde «vamos a ir a dar con nuestros huesos», nunca mejor dicho. Lejos de la fe cristiana se sitúan los que piensan que no hay resurrección de los cuerpos, que las almas cambian de identidad reencarnándose, que los muertos vagan «como tontos» asustando a los vivos o mandando «mensajitos». De forma muy sintética recordemos la doctrina cristiana: el hombre es una compleja unidad de cuerpo y alma. La muerte supone la destrucción de este cuerpo y la salida del alma ante el tribunal misericordioso de Dios. Cuando se completen los días de la historia humana y Cristo aparezca en su gloria, será juzgada la historia entera y recuperaremos nuestra condición corporal. Que para los que mueran empeñados en su maldad existe la condenación eterna o «Infierno», que los que mueren acogiendo la salvación de Cristo pero no suficientemente purificados esperan en el «Purgatorio», con la ayuda de nuestras plegarias y de la Eucaristía, a participar de la felicidad de los santos. Que el «Cielo» es el encuentro con el amor inmenso de nuestro Salvador Jesucristo, en una felicidad inimaginable y eterna, con María y todos los salvados, entre los que esperamos encontrar, también a nuestros seres queridos. No permitamos que nos quedemos sin luz.

La Opinión-El Correo de Zamora, 6/11/11.

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