lunes, 19 de marzo de 2012

Pasión por el Evangelio


JOSÉ ÁLVAREZ ESTEBAN

Escribo con el punto de mira alzado, sobrepasando incluso la jornada del domingo que, por ser de Cuaresma, está llamada a prevalecer. Pero es que un escalón más arriba, a veinticuatro horas vista, se celebra la festividad San José y, con ella, el «Día del Seminario». Leo las Cartas Pastorales de los Obispos para la ocasión y es de admirar la sintonía, la general preocupación por la escasez de vocaciones al sacerdocio. Miramos al cielo y esperamos nos llueva el remedio a la pertinaz sequía, a la adversa meteorología vocacional. Nos dolemos, culpabilizamos incluso a Dios, Él es, nos decimos, el más interesado en dotar a su pueblo de pastores según su corazón.

La Conferencia Episcopal Española nos adelanta el dato de 51 seminaristas mayores más en este Curso 2011/2012 que en el pasado año y, con ser esperanzador el dato, miramos la infinitud de este nuestro mundo rural y se nos ocurre la misma pregunta entre sorprendida y esperanzada de Andrés a Jesús en la multiplicación de los panes y de los peces: «¿Qué es esto para tanta gente?». Hace ahora seis años escribía también un comentario («Lo necio y débil de Dios») ante el Día del Seminario y con el telón de fondo de la ordenación de «un» sacerdote. Y digo «un» no como artículo indeterminado, como si no hubiera nombre, sino como adverbio de cantidad. ¿Cómo cabría pensar, decía, que la ordenación de un solo sacerdote iba a suscitar tantas esperanzas, contribuir a elevar el ánimo de toda una Diócesis? Y es que la vocación al estado religioso o sacerdotal está contraviniendo la conocida ley de la oferta y la demanda: una necesidad tan sentida, una oferta tan limitada.

Difícil empresa la de engendrar sacerdotes en un camino minado por las incomprensiones, dificultado en el presente por la frialdad y el absentismo religioso, marcado por una crisis que depaupera el alma más que los bolsillos. Toda causa que merezca el nombre de noble y quiera perdurar necesita de amplios consensos. Esta es una. Quizás sea verdad que nuestras comunidades cristianas aún no han asimilado el alcance de la actual crisis vocacional. Llegar a ser cura requiere una determinada temperatura que aportan por igual el líquido amniótico materno, el calor y el amparo de la familia, el riego sanguíneo de la fe, las necesidades sentidas tanto de la Iglesia como de la sociedad. Escribo esto al observar la vida, los trabajos y afanes y ese tiempo sin tiempo de los jóvenes sacerdotes ordenados en los últimos años. «Pasión por el Evangelio» es lo suyo, «Pasión por el Evangelio» también en los formadores y en ese pequeño grupito de seminaristas menores en San Atilano, más que un requisito y un aval condición sine qua non para los elegidos de Dios.

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