Roma, 10/06/10. El autobús 881 pasó de nuevo por la mañana, muy pronto, por delante de la Villa de la Paz, nuestro alojamiento en Roma, para dirigirnos por segundo día consecutivo a la basílica de San Juan de Letrán. Allí, segunda mañana de retiro para los sacerdotes, con conexión por videoconferencia con la basílica de San Pablo Extramuros. Y en esta ocasión, el cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Quebec, fue el encargado de dirigir una meditación sobre el Espíritu Santo, la Virgen María y la Iglesia como elementos centrales en la vida y el ministerio presbiteral.
Después de reconocer que “encaramos una ola de contestación contra la Iglesia y contra el sacerdocio”, afirmó la doctrina católica sobre el ministerio sacerdotal: somos 408.024 curas en todo el mundo, pero hay un solo sacerdote, Cristo, el único mediador de la nueva Alianza. “En la Iglesia, nosotros sólo somos el sacramento de ese gran sacerdote”, puesto que representamos no a un ausente, sino al Señor resucitado. El arzobispo se refirió también a la actuación del sacerdote en nombre de Cristo cabeza y pastor, a la figura relevante de María en la obra de la salvación y a la “epíclesis sobre el mundo” que hace el ministro sagrado. Terminó recordando la consideración que hacía Juan Pablo II del orden sacerdotal como “don y misterio”, y llamó a acoger en la Iglesia el don del Espíritu. “Sólo amando a la Iglesia –dijo– se puede recibir el don del Espíritu Santo”.
A la charla de Ouellet siguió, igual que ayer, un tiempo de adoración eucarística y de confesiones, para concluir el acto de la mañana con la celebración de la eucaristía, que hoy presidió Robert Sarah, secretario de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. En su homilía insistió en el concepto del cenáculo, afirmando que el día de nuestra ordenación vivimos la misma experiencia de Pentecostés, tras la cual “nuestra identidad ha sido redefinida”. El sacerdocio es una vocación sobrenatural, recordó, y señaló la virtud del celibato, “emblema y estímulo de la caridad pastoral, y fuente de la fecundidad de la actividad apostólica”. También aludió este arzobispo a la maternidad de María y a la paternidad de Pedro en la Iglesia, sobre todo con los ministros, “custodios de la comunión”. Y llamó a la “responsabilidad de convertirnos en parientes del Señor, en amigos íntimos suyos. Esto nace de la obediencia a la voluntad de Dios, que implica una escucha atenta”.
Después de este encuentro –multitudinario, con los participantes multiplicándose a medida que pasan los días– y de la comida, los sacerdotes de Zamora dirigimos nuestros pasos por la Via Merulana (precisamente el mismo recorrido que hace la procesión romana del Corpus Christi) para llegar a la basílica de Santa María la Mayor, tan vinculada a España. Como curiosidad, diré que nos extrañó la ausencia del antiguo icono que se venera allí, el de la Virgen María como “Salus populi romani”.
Un breve espacio de tiempo que dedicamos a otras visitas por la urbe precedió a nuestra llegada a la Plaza de San Pedro, para guardar cola (algo ya natural estos días, con tanta gente concentrada en un encuentro de este tipo). Porque a las 20,30 horas estaba prevista la Vigilia de oración con la presencia del Papa. Situados los zamoranos en un buen lugar frente al altar (y el obispo junto a él, con sus hermanos en el ministerio), tras un largo rato de espera, comenzó el encuentro, y al comienzo Mauro Piacenza nos dijo que ya éramos 15.000 los sacerdotes asistentes a la clausura del Año Sacerdotal. Tras un llamamiento a renovar nuestra amistad con Jesús, el Coro Interuniversitario de Roma (formado por 600 personas) y la orquesta contestaron cantando “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.
Durante la primera hora de la Vigilia se siguieron los testimonios de varias personas, unos grabados en vídeo y proyectados en la Plaza, como los del próximo párroco de Ars, el obispo auxiliar de Jerusalén, un cura joven de las favelas de Buenos Aires y un párroco de Hollywood; y otros pronunciados in situ: una familia alemana con 6 hijos (uno de ellos sacerdote, dos casados, un seminarista, una virgen consagrada y una soltera), un diácono romano que pronto será ordenado presbítero, una religiosa adoratriz perpetua del Santísimo Sacramento y un sacerdote veneciano con 50 años de ministerio.
Tras los testimonios llegó el Papa, en un momento de mucha emoción, mientras el coro y la orquesta interpretaban el “Tu es Petrus”. Los guardias suizos distribuidos por toda la Plaza nos hicieron sospechar lo que confirmaría el mismo Benedicto XVI al hacer un largo recorrido en el “papamóvil” para poder saludar de cerca a los presentes. Al llegar el altar, miles de voces se unían para aplaudir al obispo de Roma con el grito ya común de “Benedetto”. El cardenal Hummes le dio las gracias por el Año Sacerdotal, y cuando aludió a los recientes sufrimientos del sucesor de Pedro y al apoyo constante de los sacerdotes, volvieron los aplausos. Terminó diciéndole a Cristo en forma de oración: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que los sacerdotes del mundo te aman”.
Después del evangelio, tomado del capítulo 17 de Juan, con la oración de Jesús por los suyos en la última cena, 5 sacerdotes representando a los continentes dirigieron sus preguntas al Papa. No voy a resumir aquí las respuestas de Benedicto XVI, que valdrá la pena leer enteras, y sólo señalaré algunas cosas destacables o que me llamaron la atención. A un cura brasileño que le planteó la cuestión del exceso de trabajo pastoral que tienen muchos curas, le contestó diciendo que “hoy es difícil la tarea de párroco”, y reconoció y agradeció el trabajo abnegado de tantos sacerdotes, sobre todo debido a la dispersión de tareas y a la suma de parroquias o la atención de Unidades Pastorales (cosa a la que estuvimos muy atentos los curas de Zamora). Subrayó que “no puede hacerse todo”, y recomendó que los fieles no sólo vean las funciones, sino que el sacerdote está lleno de la alegría del Señor. Como prioridad señaló, además de los tres oficios propios del presbítero, la relación con Cristo. Y pidió reconocer los límites, ser humildes, y también “encontrar tiempo y tener la humildad y el coraje de descansar”.
Un sacerdote de Costa de Marfil le preguntó sobre el estudio de la Teología, y Benedicto XVI distinguió entre dos formas de hacerla: “puede nacer de la arrogancia del hombre”, y así termina ocultando a Dios; la verdadera, en cambio, “es la que deriva del amor de Dios y quiere entrar en comunión con Cristo”. Después fue el turno de un sacerdote eslovaco que está de misionero en Rusia, y que planteó una cuestión sobre el sentido del celibato. El Papa se refirió al sentido que tiene esta forma de vida como anticipación del futuro, como adelanto del mundo de la resurrección. Con el celibato “demostramos que Dios existe y que podemos dar la vida por Cristo”. Lo relacionó con el compromiso matrimonial, diciendo cómo es un sí definitivo, un acto de confianza en Dios. Los escándalos que se dan en la Iglesia, los producidos por el pecado de sus ministros, dijo, “ocultan a veces el verdadero escándalo, el gran escándalo de nuestra fe, que se expresa en la confianza de nuestra vida”.
Un sacerdote japonés le preguntó por la eucaristía y el riesgo que tiene de encerrar al presbítero en lo espiritual. Benedicto XVI contestó repitiendo varias veces que en la eucaristía “celebramos que Dios se abandona a sí mismo para estar con nosotros”, y que se trata de “la gran aventura del amor de Dios”, poniendo como ejemplo la vida de la beata Teresa de Calcuta, que de la misa obtenía el amor para el resto de sus tareas. Por último, un sacerdote australiano le planteó al Papa el problema de la escasez de las vocaciones, pidiéndole alguna pista para la acción. En su respuesta dijo que hay un peligro: “transformar el sacerdocio en una profesión, para que sea más accesible y fácil”. Pero es Dios el que llama, y nosotros lo que podemos hacer es rezar por las vocaciones, vivir el ministerio de una forma convincente, hablar con los jóvenes sobre este tema y ayudarles a vivir su vocación en un contexto apropiado, y vivir agradecidos por los seminaristas y sacerdotes.
Acto seguido fue la exposición del Santísimo, un momento de especial intensidad. Impresionaba ver a miles de sacerdotes de rodillas sobre el suelo de la plaza dedicada a San Pedro, unidos con su sucesor en la adoración a Cristo, presente en la eucaristía, que llegó tras una solemne procesión mientras se cantaba el himno “Adoro te devote”. Después de un tiempo de adoración, Benedicto XVI dio la bendición con el Santísimo Sacramento, y finalizó la Vigilia con el canto de la Salve en latín. Si se me permite un comentario personal, este final fue para mí un momento de acción de gracias tras la adoración. Recordé el curso en el que entré en el Seminario Menor –entonces en Toro– y cuando aprendí a cantar “Salve Regina”, dando gracias a Dios por los curas que en el Seminario han entregado su vida para que yo hoy haya podido estar aquí. Uno de ellos, César Salvador, ahora párroco en Benavente, nos acompaña en esta peregrinación, y los representa a todos ellos.
Los lectores pueden imaginar lo que significa la salida de miles de sacerdotes de la Plaza de San Pedro. El camino de vuelta a casa, hasta que logramos encontrar un autobús, fue largo y de mucha paciencia. Al llegar tan tarde a la residencia de las Hermanas, lo que necesitábamos era descansar. Es el motivo de que esta crónica haya llegado con retraso, porque si bien estaba ya redactada, no he podido publicarla con las fotos correspondientes hasta ahora. Mis disculpas, y hasta la próxima crónica –la última–, que relatará la jornada final de esta clausura del Año Sacerdotal en Roma, con el obispo y los curas de Zamora.
Luis Santamaría del Río