JOSÉ ÁLVAREZ ESTEBAN
Escribo con el punto de mira
alzado, sobrepasando incluso la jornada del domingo que, por ser de Cuaresma,
está llamada a prevalecer. Pero es que un escalón más arriba, a veinticuatro
horas vista, se celebra la festividad San José y, con ella, el «Día del
Seminario». Leo las Cartas Pastorales de los Obispos para la ocasión y es de
admirar la sintonía, la general preocupación por la escasez de vocaciones al
sacerdocio. Miramos al cielo y esperamos nos llueva el remedio a la pertinaz sequía,
a la adversa meteorología vocacional. Nos dolemos, culpabilizamos incluso a
Dios, Él es, nos decimos, el más interesado en dotar a su pueblo de pastores
según su corazón.
La Conferencia Episcopal Española
nos adelanta el dato de 51 seminaristas mayores más en este Curso 2011/2012 que
en el pasado año y, con ser esperanzador el dato, miramos la infinitud de este
nuestro mundo rural y se nos ocurre la misma pregunta entre sorprendida y
esperanzada de Andrés a Jesús en la multiplicación de los panes y de los peces:
«¿Qué es esto para tanta gente?». Hace ahora seis años escribía también un
comentario («Lo necio y débil de Dios») ante el Día del Seminario y con el
telón de fondo de la ordenación de «un» sacerdote. Y digo «un» no como artículo
indeterminado, como si no hubiera nombre, sino como adverbio de cantidad. ¿Cómo
cabría pensar, decía, que la ordenación de un solo sacerdote iba a suscitar
tantas esperanzas, contribuir a elevar el ánimo de toda una Diócesis? Y es que
la vocación al estado religioso o sacerdotal está contraviniendo la conocida
ley de la oferta y la demanda: una necesidad tan sentida, una oferta tan
limitada.
Difícil empresa la de engendrar
sacerdotes en un camino minado por las incomprensiones, dificultado en el
presente por la frialdad y el absentismo religioso, marcado por una crisis que
depaupera el alma más que los bolsillos. Toda causa que merezca el nombre de
noble y quiera perdurar necesita de amplios consensos. Esta es una. Quizás sea
verdad que nuestras comunidades cristianas aún no han asimilado el alcance de
la actual crisis vocacional. Llegar a ser cura requiere una determinada
temperatura que aportan por igual el líquido amniótico materno, el calor y el
amparo de la familia, el riego sanguíneo de la fe, las necesidades sentidas
tanto de la Iglesia como de la sociedad. Escribo esto al observar la vida, los
trabajos y afanes y ese tiempo sin tiempo de los jóvenes sacerdotes ordenados
en los últimos años. «Pasión por el Evangelio» es lo suyo, «Pasión por el
Evangelio» también en los formadores y en ese pequeño grupito de seminaristas
menores en San Atilano, más que un requisito y un aval condición sine qua non
para los elegidos de Dios.
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