Benedicto XVI canonizará el próximo 23 de octubre a la trabajadora salmantina Bonifacia Rodríguez de Castro (1837-1905), fundadora de la congregación de las Siervas de San José. Reproducimos a continuación el artículo publicado en Ecclesia nº 3592 (15/10/11), pp. 18-21.
El pasado 21 de febrero, en el Colegio de las Siervas de San José de la calle La Reina (Zamora) se congregaban los medios de comunicación para recibir la noticia de que esa misma mañana el papa Benedicto XVI había anunciado en el Consistorio Ordinario Público la canonización de la beata Bonifacia Rodríguez de Castro, fundadora de las Siervas de San José, junto con otros dos fundadores contemporáneos de Bonifacia: Guido Maria Conforti y Luigi Guanella. Así, el 23 de octubre de 2011 culmina el proceso de declaración de su santidad. Como señalaba el entonces vicario general de la Diócesis de Zamora, Juan Luis Martín Barrios, “ella, con su carisma que se refiere al mundo trabajador y pobre, sobre todo para acompañar a las chicas necesitadas de aquel tiempo, es un don para nosotros”.
La Madre Bonifacia, como se la conoce familiarmente en su congregación y en las ciudades de Zamora y Salamanca, fue beatificada por Juan Pablo II en Roma el 9 de noviembre de 2003. El tiempo que ha mediado entre los dos pasos del reconocimiento eclesial de santidad ha sido realmente breve, y se ha debido a la demostración de un milagro que le sucedió en la República Democrática del Congo en 2003 al comerciante Kasongo Bavon, de 33 años. De familia no católica, sanó de forma inexplicable cuando estaba a punto de morir. Permanecía ingresado en el hospital de Kayeye, que dirigen las religiosas fundadas por Bonifacia, y todas ellas lo encomendaron a su intercesión. El 27 de marzo de 2010 el Papa autorizó la promulgación del decreto que reconocía oficialmente el milagro atribuido a la beata española.
¿Quién fue Bonifacia?
Bonifacia Rodríguez de Castro nació en el casco viejo de Salamanca en 1837, en el seno de una humilde familia de artesanos. Con quince años tuvo que ayudar al sostenimiento de su familia tras la muerte de su padre, y trabajó como cordonera, experimentando entonces las duras condiciones del trabajo en aquel siglo XIX. Poco después abrió su propio taller, donde empezaron a reunirse varias mujeres entremezclando la amistad y la vida de piedad, vinculadas espiritualmente a los jesuitas de la Clerecía y con aspiraciones a la consagración religiosa. Este grupo se constituyó como Asociación Josefina, y bajo la dirección del jesuita catalán Francisco Butinyà, cuyo encuentro con Bonifacia dio el fruto de la fundación de una nueva congregación femenina, atenta a las necesidades de su tiempo: las Siervas de San José (SSJ).
El entonces obispo de Salamanca, Joaquín Lluch y Garriga, aprobó esta fundación en 1874, y echó a andar como una pequeña comunidad de seis mujeres de la ciudad, entre las que se encontraban Bonifacia y su madre. Según sus primeros estatutos, las SSJ tenían la triple misión de hermanar oración y labor, acoger a las mujeres pobres desempleadas y promover la industria. Toda una muestra de preocupación por la cuestión social, que bullía en la Iglesia de aquel tiempo y que cristalizaría más tarde a nivel de magisterio universal en la encíclica Rerum novarum de León XIII (1891). Las comunidades de esta nueva congregación, formada por artesanas que continuaban con la labor ya aprendida, empezaron a denominarse Talleres de Nazaret, “siendo su modelo y ejemplo aquella pobre morada donde Jesús, María y José ganaban el propio sustento con su trabajo y el sudor de su rostro”, tal como explicaban las Constituciones.
La Madre Bonifacia fue una firme defensora de la dignidad de la mujer, procurando su instrucción profesional y preocupándose por las mujeres que podían sufrir menoscabo en su integridad o vivían ya en la marginación. Como explica en su reciente carta pastoral el obispo de Zamora, Gregorio Martínez Sacristán, “el propósito de Bonifacia es ayudar a las mujeres pobres para que se formaran convenientemente con vistas a que pudieran acceder a un trabajo fuera del hogar obteniendo una remuneración para sus necesidades vitales”, uniendo capacitación profesional y educación en la fe.
Entre Salamanca y Zamora
Tres meses después de la fundación, Butinyà tuvo que dejar Salamanca, y al año siguiente fue nombrado un nuevo obispo para la diócesis, quedándose Bonifacia como superiora de la comunidad, y sola desde el punto de vista eclesiástico. Entonces empezaron a llegar los problemas en torno al carisma de la congregación, con ataques externos que desprestigiaban a la fundadora. El día de la Presentación del Señor de 1876 hizo su profesión religiosa, en medio de este clima crítico para los inicios de las SSJ. Más tarde viajó a Gerona para acompañar al jesuita en la fundación de varios Talleres de Nazaret y en su unión a los salmantinos, período en el que se realiza en Salamanca su destitución como superiora y el nombramiento de una nueva. Ante toda esta hostilidad y continuas humillaciones, sufriendo en silencio y con mansedumbre evangélica, solicita al obispo salir de la ciudad para fundar en otro lugar.
En 1883, el entonces obispo de Zamora, Tomás Belestá y Cambeses, le dio permiso para abrir un Taller de Nazaret en la ciudad, cambiando varias veces de residencia hasta que en 1889 el obispo les dio una casa en la calle La Reina, junto a la Plaza Mayor. Allí Bonifacia y sus pocas compañeras volvieron a dedicarse a su labor de educar a las chicas pobres en las labores del hogar, un oficio y la vida cristiana. Como ya se afirmó entonces, “ejercía la caridad con las jóvenes que, desprovistas de casa para servir, corrían el riesgo de perderse, y cuya obra apostólica sostuvieron con el producto de su trabajo y con las limosnas que recogían en la ciudad y en los pueblos”.
En todo este tiempo, en Salamanca se borró la memoria de la Madre Bonifacia, y se distanciaron del carisma fundacional, orientándose a una enseñanza menos revolucionaria y despreciando la fundación zamorana. Cuando León XIII aprobó en 1901 la congregación de las SSJ le llegó el dolor de no ver a Zamora incluida en el Decreto ni ella reconocida como fundadora. Intentó hablar con las religiosas salmantinas, pero nunca fue recibida. En medio de esta situación, y dedicada al trabajo con sus hermanas, murió el 8 de agosto de 1905, en su casa-taller de la ciudad del Duero, acompañada por la comunidad. Fue enterrada en el Cementerio “San Atilano”, hasta que sus restos fueron trasladados en 1945 a Salamanca, donde reposan en la capilla del Colegio de la Casa Generalicia de las SSJ.
Este traslado se debe a la recuperación de la memoria que tuvo lugar en el seno de la congregación. La Madre Bonifacia había indicado a sus hermanas que la unificación de las comunidades de Zamora y Salamanca tendría lugar “cuando yo muera”. Y así fue: en 1907, dos años después de su fallecimiento, la casa de Zamora se incorporó a las SSJ. Tendría que pasar mucho tiempo para que se recordara su figura como fundadora del instituto. Y pudo hacerse gracias a que una SSJ compañera de Bonifacia, Socorro, escribió su vida y guardó algunos de sus objetos personales, escondiéndolo todo en un agujero que hizo en la capilla de Zamora. En 1936 otra religiosa desveló la existencia de este tesoro, y se rehízo la memoria de la santa despreciada.
Su carisma y espiritualidad
Como en la figura de cualquier fundador, no pueden separarse vida y carisma, experiencia y espiritualidad. La biografía oficial de la beata Bonifacia elaborada por la Santa Sede concluye diciendo, tras su muerte, lo siguiente: “cuando su vida se apaga, escondida y fecunda como grano de trigo echado en el surco, Bonifacia Rodríguez deja como herencia a toda la Iglesia: el testimonio de su fiel seguimiento de Jesús en el misterio de su vida oculta en Nazaret, una vida trasparentemente evangélica, y un camino de espiritualidad, centrado en la santificación del trabajo hermanado con la oración en la sencillez de la vida cotidiana”. Una síntesis perfecta que podemos desgranar un poco.
Según la postuladora de la causa, la religiosa Victoria López, Bonifacia, “dotada de extraordinario olfato evangélico, distingue los caminos de Dios y los humanos, optando libre y claramente por los primeros sin vacilación alguna, con total resolución y seguridad, sin titubeos, a lo largo de toda la vida”. Aunque no se conservan apenas palabras de la salmantina, son “las suficientes para encontrar en ellas semillas de vida”. En su contacto con Butinyà imprimió a su fundación el paradigma ignaciano de la contemplación en la acción: “hallar a Dios en todas las cosas, y todas las cosas en Dios”, uniendo esto a la centralidad de la Sagrada Familia como espacio privilegiado de la Encarnación.
Toda su espiritualidad parte del amor a Dios, Padre providente, a quien “quería complacer en todo”, cuidando la oración y la contemplación, especialmente ante Jesús crucificado. No cabe duda de que las largas horas de silencio ante la cruz fueron las que sostuvieron su peculiar participación en la Pasión de Cristo a través de las humillantes experiencias posteriores a la fundación de las SSJ. De hecho, una de las notas principales de su espiritualidad fue el silencio, y “por medio del silencio Bonifacia alcanzó el manantial para la alegría”, como afirma la carta pastoral de monseñor Martínez Sacristán.
Y desde el amor a Dios vivido en el silencio, el amor a los hermanos desde las claves de la acogida, la misericordia, la humildad, el perdón y el servicio. Su sensibilidad por los necesitados marcó su vida y determinó su vocación, orientándola al complejo mundo laboral del siglo XIX. El mismo Juan Pablo II afirmó en la homilía de la Misa de beatificación: “siendo ella misma trabajadora, percibió los riesgos de esta condición social en su época. En la vida sencilla y oculta de la Sagrada familia de Nazaret encontró un modelo de espiritualidad del trabajo, que dignifica a la persona y hace de toda actividad, por humilde que parezca, un ofrecimiento a Dios y un medio de santificación”.
Su amor y fidelidad a la Iglesia se expresan en su vida a la par que su “maternidad” sobre la congregación que fundó. Por eso observamos en ella la humilde obediencia a los obispos a pesar de los sufrimientos que le acarrearía, y la paciencia y actitud reconciliadora ante el desprecio mostrado por sus propias hermanas, a las que quería como hijas.
Desde todo esto, el carisma fundacional no puede ser otro que el de aprender a vivir de la Sagrada Familia, escuela donde se descubre la unidad entre oración y trabajo. Jesús, en el taller de Nazaret, es modelo de humildad y mansedumbre evangélicas; María es ejemplo de consagración a Dios y santidad; José es referente de profesionalidad, fidelidad y vida interior. Sólo mirando a este triple icono puede entenderse la experiencia de humillación y silencio de la Madre Bonifacia, su ausencia de protagonismo, su serenidad y la profunda alegría interior que capacita para vivir cualquier situación adversa.
La herencia de la Madre Bonifacia
La congregación de las SSJ, fiel al legado de su fundadora, intenta encarnar en su vida la unidad profunda de contemplación y acción. Con su actividad evangelizadora entre los más jóvenes recuerdan que el trabajo no sólo ha de dignificar al hombre, sino que puede santificarlo. Sencillez, laboriosidad y caridad serán las vías para seguir este trayecto, el de la educación en un ámbito que es, a la vez, hogar, escuela y taller. Su atención principal hoy se dirige a las mujeres pobres sin trabajo.
Las 599 SSJ que hay en la actualidad están presentes en América (Cuba, Colombia, Perú, Bolivia, Argentina y Chile), Europa (España e Italia), África (Congo), Asia (Vietnam y Filipinas) y Oceanía (Papúa Nueva Guinea). Recientemente han tenido un Capítulo tras el que se ha estrenado un nuevo modelo orgánico de gobierno de la congregación, más participativo, presidido por una coordinadora general filipina, Lillian Ocenar. Además, con las consagradas comparten el carisma los llamados Laicos Josefinos, que se consideran miembros de la misma familia religiosa.
Luis Santamaría del Río
Delegado de Medios de Comunicación de la diócesis de Zamora