domingo, 19 de junio de 2011

Un camino de luz


JOSÉ ÁLVAREZ ESTEBAN

Ni con todo el diccionario podemos definir lo que entre las paredes de un monasterio se palpa, porque, ¿cómo describir la presencia de Dios?». Me agarro a esta frase del abad del monasterio cisterciense de Dueñas en un bellísimo artículo titulado «La joya de la corona» en el Semanario «Alfa y Omega» del pasado jueves. Y es que en este domingo de la Santísima Trinidad se celebra la Jornada «pro orantibus», «por los que oran», hombres y mujeres que quieren seguir más de cerca a ese Jesús que se «tiraba al monte» para comunicarse con su Padre e interceder por los suyos. Más allá de eslóganes y frases bonitas, esta jornada tiene el cometido de dar gracias a Dios por la presencia luminosa del aún considerable número de monasterios que pueblan nuestra Diócesis y la geografía nacional, unos con vitalidad suficiente como para centrar la atención y atraer, otros languideciendo por falta de renovación. La edad y el tiempo son elementos inexorables que actúan al interior, la ausencia de postulantes hace el resto.

El Semanario «Alfa y Omega» dedicado a glosar esta jornada, dice que la Vida Contemplativa «hace atractiva a la Iglesia». Esto me recuerda a Juan Pablo II en su visita al monasterio de Lisieux en Francia. «El día que faltase la Vida Religiosa, decía, el mundo y la Iglesia habrían entrado en un período glacial». Él hablaba de la santidad, pero su afirmación es perfectamente trasladable al tema que nos ocupa. A la modernidad le gusta afirmar que los Monasterios son el reducto de fracasos vitales, no se atreve a pensar que, tras las celosías, puedan vivir (vivir, sí) hombres y mujeres desembarazadas de esa tupida trama de la vida en la que tantos otros nos debatimos. Ellos han conseguido la impagable sabiduría de que, quien quiere de verdad, quiere en silencio. Ellos, monjes y monjas, no se aíslan del mundo, ni se entierran vivos, ni han inutilizado sus vidas. Ellos, con su «lectio divina», alimentan la caldera que permite mantener la temperatura y el pulso, las constantes vitales de este nuestro mundo.

La Iglesia muestra su gratitud a estos sus hijos, los Contemplativos, que profesan una adhesión inquebrantable a Cristo, que viven gozosamente su fe y son testigos del amor de Dios a la familia humana. Los tornos de los monasterios giran en redondo en un hábil ejercicio del dar y recibir. Las puertas se abren desde dentro. ¡Pasen y vean!, ¿a qué más explicaciones?

La Opinión-El Correo de Zamora, 19/06/11.

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