FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ
Domingo IV de Cuaresma – Ciclo C
“Derrocho su fortuna viviendo perdidamente” (Lc 15, 1-3.11-32)
Cuánto discurso fácil, cuánto sentimentalismo hemos gastado al hablar de esta parábola del hijo pródigo. Pero, como en tantas ocasiones, en las palabras de Jesús el cordero viene vestido con piel de lobo y hay que resistir el miedo que produce de inicio. Intentaré explicarme. Hay una manera fácil de hablar del perdón de Dios que no nos deja mirar de frente nuestro pecado, percibir el peso de su maldad y de su acción corrosiva en nuestro interior y en el mundo. Sería como el que va tomando un analgésico para no enfrentarse con un dolor porque le asusta pensar que provenga de una afección seria y va dejando, al negarla, que ésta se apodere de él.
Pero la parábola, por más que hable de la misericordia de un Dios siempre dispuesto al perdón, lo que describe es la dificultad que tenemos para acogerlo en nosotros mismos, porque es realmente difícil volver incluso conociendo la voluntad de acogida del padre. Es necesario pasar por un camino de humillación personal, de reconocimiento de que no tenemos justificación en nuestro pecado, un camino de vergüenza, un camino de lucha contra nuestra propia tendencia a solucionar nuestros errores huyendo hacia adelante. Volver no es estar ya delante del padre. Al principio se le siente sólo como un juez, y esto es lo normal y lo bueno, porque es lo que nos hace percibir que nuestro pecado tiene la seriedad que tiene. Esto sintió el hijo pródigo y esto es lo que le hizo sentir que no tenía derechos ante el padre, que sólo podía agachar la cabeza, que sólo podía aceptar lo que quisiera darle… y lo que le hizo descubrir que su padre nunca había dejado de serlo cuando él no confiaba que lo fuera, y celebrar una fiesta verdadera. Que nadie se extrañe, pues, de que le cueste confesarse y se diga que esto es porque los curas son intransigentes (que desgraciadamente también lo somos de cuando en cuando). Ser perdonado requiere aprender a no exigir el perdón y a aceptar que este es gratuito, que es un regalo indominable, que es un don de vida que nos permite retomar la confianza en nosotros mismos porque alguien confía en nosotros, y esto cuando hemos pecado «de verdad».
Por eso, el camino de la misericordia de Dios va siempre de la mano de la penitencia, no para convencer y arrancar a Dios su perdón, sino de aquella penitencia que supone un volver dolorido y expuesto al juicio de la verdad para que pueda nacer verdaderamente el acto del amor total de Dios sobre nosotros.
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