ÁNGEL CARRETERO MARTÍN
En este mes de noviembre muchas de nuestras parroquias y comunidades hemos estado rezando para que todas las personas que amamos y que ya han pasado al otro lado de la eternidad sean acogidas por Dios para siempre. También rezamos para que un día todos nosotros podamos estar definitivamente con Dios, como todos los hombres y mujeres que a lo largo de la historia han vivido el camino del amor que nosotros queremos vivir.
Afortunadamente la lista de Dios es mucho más amplia que nuestras listas o santorales. Podemos sentirnos orgullosos de que tantas personas de toda raza, tiempo y condición social, hayan demostrado con sus vidas que se puede seguir el camino que Jesús nos propone en el evangelio. Todos ellos son su mejor éxito, el mejor regalo que Dios ha hecho y sigue haciéndonos, signos seguros de la meta hacia la que vamos. Muchas de esas personas son conocidas y oficialmente propuestas por la Iglesia para motivar y reforzar nuestro «sí» al Señor. La mayoría desconocidas. Pero todas, unas y otras, han mejorado el mundo y la humanidad en muchas y variadas direcciones.
Es una gran riqueza para los creyentes que podamos vivir cada vez más conscientemente la comunión con ellas desde la realización concreta de la intercesión, del modo de ser «con» y «para» los otros. Cristo, Cabeza de la Iglesia, nos lleva a cada cristiano concreto a la plenitud y a la unión con el cuerpo no individualmente, sino a través de la solidaridad e intercesión de los miembros del cuerpo. La muerte es superada por esa unidad histórica horizontal que existe entre nosotros y la unidad vertical que también existe entre la Iglesia peregrina en la tierra y la Iglesia ya consumada en el cielo.
Es en este ámbito donde se sitúa una correcta comprensión del culto a los santos y una adecuada práctica de fe a la hora de invocarlos. De este modo, la veneración a estos hermanos nuestros, «los mejores hijos de la Iglesia», ni significa idolatría, ni merma o hace insuficiente la mediación absoluta de Cristo. Tan erróneo sería desvalorizar el culto a los santos como una práctica desmedida del mismo. Y aunque es verdad que nuestra adoración a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es esencialmente distinta, no es menos verdad que a dicha adoración de Dios contribuye una justa realización del culto hacia quienes desbordan de felicidad por estar viéndole cara a cara. Nos viene bien pensar más de vez en cuando que la Iglesia de Cristo es una realidad mayor que la comunidad de los que trabajamos, sufrimos o esperamos en esta tierra; la forman igualmente los que aún esperan y se purifican en la «antesala» del cielo y quienes ya se han dejado arrastrar por esa riada de felicidad sin fin que es Dios.
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