FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ
Domingo XIV del tiempo ordinario – Ciclo A
“Nadie conoce al Padre sino el Hijo” (Mt 11,25-30)
Uno de los mayores problemas de los cristianos es dar por sentado que las ideas que tenemos sobre Dios y los ritos que celebramos por el hecho de estar ahí, o la vida por ser «como la de todos», hacen que nuestra vida sea sin más cristiana.
Sin embargo, no es raro que nuestras ideas religiosas sean simplemente eso, ideas sin ninguna vida interior, o viniendo supuestamente de Dios no sean más que justificaciones de nuestra manera de vivir. Hay veces que nuestros ritos, desde la eucaristía hasta las pequeñas o grandes devociones, son simplemente repeticiones mágicas de gestos que nos dan cierta seguridad o cierto orgullo, pero que, por la forma interior de realizarlos, no nos abren verdaderamente a Dios. También determinados comportamientos que defendemos y vivimos como si vinieran de Dios nada tienen que ver con él y sí con nuestros intereses y nuestros miedos.
Y esto nos pasa no solo en la vida personal, sino también en nuestros grupos cristianos y en nuestras parroquias, en nuestras diócesis y en la misma Iglesia universal. Y es una pena, por no decir el drama mismo de la Iglesia que nos afecta a todos sin excepción, obispos y laicos, curas y religiosos, jóvenes y mayores…
Tenemos miedo a Dios, a dejarlo suelto del todo por nuestro interior y preferimos consumirlo en raciones al vacío, ya limpias de todo peligro de colarnos el virus de su vida plena, que afirmamos que es deliciosa, pero dejando el plato lleno sin apenas probar bocado.
Hoy el Evangelio describe una plegaria gozosa de Jesús hacia su Padre. Se deja envolver de la alegría de ver cómo los pequeños, la gente sencilla recibe sus palabras y sus gestos con un corazón abierto y así puede descubrir la alegría del Reino, la bienaventuranza.
Jesús se alegra al ver que Dios es recibido como Dios, que su palabra es recibida como bendición, que su presencia es reconocida como brisa de alivio y fortaleza en este mundo que tanto nos fatiga. Se alegra porque lo reciben a él. No se alegra por él mismo, sino porque en él está la verdadera presencia del don de la vida que Dios ofrece y con la que él puede hacer del pesado fardo que es a veces nuestra vida un yugo llevadero y una carga ligera.
Pero ¡es tan difícil abrirse a Dios! Es tan difícil creer que frente a él todo, todo es relativo. ¡Qué hermoso sería que Jesús pudiera hacer esta oración por ti, por mí, por nuestra Iglesia de Zamora, hoy y cada día!
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