JOSÉ ALBERTO SUTIL
El pasado día 30 de junio, coincidiendo con el 60.º aniversario de la ordenación sacerdotal de Benedicto XVI, se ha entregado el premio que algunos ya han denominado como Nobel de Teología, el Premio Ratzinger, otorgados por la homónima Fundación que, creada por el actual pontífice, tiene como misión fomentar el quehacer teológico como servicio a la Iglesia y al mundo. Tres han sido los galardonados, porque en la Iglesia las cosas nunca se hacen en solitario, todo se comparte, ¡hasta los premios! Y coincide que cada uno de los tres premiados pertenece a una vocación distinta. Tenemos por ejemplo el laico italiano M. Simonetti, prestigioso estudioso de la Antigüedad cristiana. La distinción ha recaído también en el cisterciense austríaco M. Heim, profesor de teología dogmática. El último galardonado ha sido una grata sorpresa para la Iglesia en España. Se trata de Olegario González de Cardedal, sacerdote diocesano abulense y catedrático emérito de la Universidad Pontificia de Salamanca. Quienes hemos tenido la suerte de tratarle dentro y fuera de clase sabemos bien que se lo tiene merecido. El cardenal Ruini, presidente de la mencionada fundación, ha dicho de él que «no es solo un gran teólogo, dogmático y fundamental, sino también un insigne hombre de cultura, que especialmente en España representa un verdadero punto de referencia». Las principales obras teológicas de este teólogo, nacido en la profundidad, luminosidad y altura de la sierra de Gredos, se refieren al Dios Trinidad, al misterio de Jesucristo y de su Iglesia, pero también al quehacer de la teología y a la situación de la Iglesia en España en los últimos cincuenta años, sendos temas para sendas obras, las más recientes de nuestro teólogo. Su último libro, al paso del proyecto de las Edades del Hombre, conjugando arte y fe, se titula El rostro de Cristo. Ha puesto en diálogo la fe con la cultura, con el ateísmo y con la increencia, con las ideologías y filósofos de nuestro mundo y con escritores y poetas como Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Jean Paul Richter y Oscar Wilde. Ha contribuido a la opinión pública especialmente desde sus numerosos artículos en la prensa y su condición de Académico de número de la Real Academia de Ciencias Políticas y Morales. En la estela de santa Teresa y san Juan de la Cruz, ha exprimido la belleza del castellano para posibilitar que nuestra pobre palabra nombre al Infinito. Y todo esto desde un sacerdocio sincero como entrega existencial a la tarea de la teología y a la formación de la conciencia y al acompañamiento de otros sacerdotes y numerosos religiosos y religiosas, laicos y laicas. Vida de austeridad monacal, como a veces él mismo ha señalado, entre la ascesis del tiempo y la gravedad de la cátedra, entre el púlpito y la plaza pública, entre la Iglesia y el mundo. Y este premio, junto con otros, reconoce la verdad, la bondad y la belleza de una vida dedicada al evangelio. ¡Enhorabuena, maestro!
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