LUIS SANTAMARÍA DEL RÍO
Escribo estas líneas en Capadocia, después de haber escuchado una vez más el «adhan» (la llamada del almuédano a la oración desde el alminar de una mezquita): «Alá es el más grande. Soy testigo de que hay un solo Dios. Soy testigo de que Mahoma es el enviado de Dios. Venid a la oración. Venid a la felicidad. Dios es más grande. Hay un solo Dios». Ya el primer día de estancia me hacía pensar, al recorrer en autobús la tierra ribereña del célebre río Meandro, el ver dos elementos integrados en el paisaje de esta parte de Turquía y que señalan al cielo (¿a la trascendencia?): los cipreses y los alminares (permítanme que recupere una palabra tan española para referirme al minarete). Recorrer por estas tierras el escenario donde se desarrolló una parte tan importante del «Nuevo Testamento» como es la vida de las primeras comunidades cristianas deja una impresión agridulce en los peregrinos. Nos encontramos entre la admiración por unos restos arqueológicos impresionantes, herencia de civilizaciones milenarias, y la sorpresa por encontrarnos con grandes toponímicos reducidos a ruinas insignificantes. Ciudades visitadas por el apóstol Pablo, otras destinatarias de las cartas que abren el libro del «Apocalipsis», o aquellas en las que se movieron grandes figuras de la Iglesia cristiana primitiva y que conocieron el florecimiento de las primeras comunidades de la nueva fe... casi a ras de suelo. Las señales viarias o el mismo guía señalan a Magnesia, Éfeso o Laodicea, por ejemplo, y la mirada no alcanza a ver restos significativos de un pasado glorioso.
¿Será el canto del «Allahu akbar», esa llamada musulmana a la oración que se repite cinco veces al día, la única referencia pública al nombre de Dios en este lugar? En la laica Turquía, heredera del padre fundador Mustafa Kemal Atatürk, los alminares miran al cielo y recuerdan a Dios, mientras tenemos que rastrear a los cristianos entre el 1% de la población no musulmana. Algunos compañeros de peregrinación, también curas, comentan las situaciones que viven en sus lugares respectivos, en distintos puntos de la geografía española. Y no se refieren solo a la presencia creciente (y militante) del islam, sino también a otras cosas. Como la animadversión creciente de algunas personas y grupos hacia nuestras campanas y campanarios, que recordamos cuando vemos los alminares o escuchamos respetuosos el «adhan».
Y me queda siempre la duda de si hacemos bien los católicos en mirar afuera para echar culpas o buscar responsabilidades. Un poco de autocrítica (en cristiano, conversión) no nos vendría mal. Y hacer algo de caso a esas cartas que abren el «Apocalipsis», escritas para esta tierra desde la que escribo.
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