viernes, 17 de septiembre de 2010

La eucaristía, momento de superación del mal y el sufrimiento


El teólogo toresano Francisco García clausura las Jornadas de Teología con una profunda reflexión sobre la visión cristiana del mal

Zamora, 16/09/10. Las XLIII Jornadas de Teología organizadas por la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca (UPSA) en colaboración con el Centro Teológico “San Ildefonso” de la Diócesis de Zamora, terminaron con la ponencia de su coordinador, el sacerdote toresano Francisco García Martínez, titulada “El escollo del mal y la apertura de la cruz en el camino hacia Dios”.

Francisco García (Toro 1967) es sacerdote diocesano de Zamora y director de su Centro Teológico “San Ildefonso”. Doctor en Teología dogmática por la Universidad Gregoriana de Roma, actualmente es profesor de Cristología en la UPSA, donde también ha impartido las materias de Teología pastoral. Es autor de dos libros y varios artículos especializados. Además, ha elaborado muchos textos para la formación y la oración que pueden encontrarse en su página web Entretiempo de fe (www.entretiempodefe.es).

El mal y el sufrimiento, patrimonio de la humanidad

El ponente comenzó afirmando que “es difícil hablar del mal sin conocerlo y de la cruz sin estar crucificado”. El tema del mal, el sufrimiento y el dolor pertenece a la vida del hombre. Aunque siempre está aquí, produce miedo, y por eso es minimizado cuando no es nuestro propio mal, y cuando lo es, nos parece que es incomprendido por los demás. “Es fácil banalizar sobre él, hablando en esta parte del mundo. El que sufre, sufre. El mal y el sufrimiento es el mayor patrimonio común de la humanidad. Hay que escuchar al que sufre, para que éste ralentice las palabras, hay que sentarse en el suelo, junto a él, y callarse, como hicieron los amigos de Job. Aún así, no estaremos libres de caer en discursos inoportunos”. Los amigos de Job se callaron siete días y siete noches, es decir, durante todos los días de la historia. “Por eso, mi tesis es que sólo se puede hablar del mal desde el octavo día de la Historia”, afirmó García.

El centro del discurso está en el doliente, que precisamente es el que nos deja sin palabras, si somos honrados. ¿Y para qué hablamos? “La fe no habla para explicar el mal, sino que empieza donde falla todo discurso técnico, donde no hay más que decir. Ahí sólo una palabra distinta del mundo puede decir algo. El hombre no define el mal, sino que tiene que definirse a sí mismo con el mal encima, o dentro de él. Tanto el mal como Dios abarcan al hombre, no pueden ser abarcados por él, y por eso hablamos en términos de misterio”.

La propuesta teológica será siempre más una mistagogía, un camino, que una teodicea: aprender qué soy yo delante de Dios. “Los cristianos rezan más que explican, celebran más que justifican. Aunque tenemos tendencias a crear teodiceas de tipo académico o de consejo pastoral, en lugar de encomendar estas situaciones a Dios”, reconoció el ponente.

Explicaciones del mal

La respuesta cristiana al mal es la cruz. De hecho, como recordó Francisco García, “el primer gesto que hace la Iglesia con nosotros es signarnos con una cruz en la frente: nos definen como seres en trance de crucifixión, los que vamos a ser crucificados. Se nos invita a vivir eso que vamos a vivir en una determinada forma, que es la cruz de Cristo. La reflexión cristiana conduce al creyente a no apartarse en su acción del grito que le va a definir, el grito en la tiniebla de la cruz (dando un fuerte grito, expiró). La praxis de Jesús es afrontar la limitación radical del hombre tal como se da en la historia”.

El profesor definió el mal como todo aquello que, remitiéndonos a nuestra finitud existencial, se nos pone una y otra vez delante. “No sólo es algo que nos viene de fuera, sino que se activa en nosotros como pecado, como nuestra destrucción desde nosotros mismos”. Y por eso hay diversas reacciones ante el sufrimiento. “El mal en algunos es una experiencia de distanciamiento de Dios, el abandono de la praxis religiosa, porque el sujeto no sabe cómo integrar a Dios en vista de su aparente indiferencia o sadismo ante el mal en el mundo. Por eso se retira. En esta tipología el hombre no niega a Dios, sino que renuncia a él. Se expresa en cinismo, blasfemia, acusación a los creyentes… esperando que Dios se manifieste de forma diversa”.

La segunda forma de reacción ante el mal es la falsación de la fe. “Algunos que no pueden o no saben creer, se reafirman en esta posibilidad aprovechando la existencia del mal. Desde ahí se habla de la fe como una proyección defensiva ante la realidad trágica del mundo”. Hay otra reacción que se da dentro de la fe, convirtiéndola en ideología: “se dice que Dios provoca ese mal, por lo que en definitiva es un bien, aunque nosotros no lo entendemos. Esto es una ideología, y nos hace separarnos de Dios creyendo que nos mantenemos en relación con él”.

Pero el mal también es un acontecimiento de acercamiento a Dios. “Podemos ver cómo creyentes golpeados por el mal aceptan la presencia de Dios no como quien les ha enviado el mal, sino como quien es la roca firme en la que agarrarse, como el único Salvador. Aparece Dios como una presencia firme, buena, creadora de vida… que terminará respondiendo”. En otras ocasiones la fe aparece introduciendo en la relación entre Dios y el hombre la lamentación, como lo comprobamos en muchos textos del Antiguo Testamento, y también en los escritos de muchos supervivientes del Holocausto. La fe no es sólo cuestión de elección, sino que pertenece también a la libertad de Dios.

La eucaristía, palabra de la fe sobre el mal

Después de esta tipología, Francisco García abordó el discurso cristiano de la cruz en relación con el mal. “Dios siempre se ha revelado en el acontecimiento del sufrimiento, y así aparece en los dos principales acontecimientos reveladores en la historia: la Pascua judía y la cruz de Cristo. Para hablar de Dios, hay que hablar inevitablemente del mal. Pero siempre hay un instinto de silenciar este mal, y por eso es casi invisible en la vida. O lo silenciamos interiormente porque nos asusta, o lo causamos, o no nos queremos hacer cargo de los que lo sufren. Y llegamos al colmo de justificar estos males y sufrimientos”.

Frente a este silenciamiento, “la fe cristiana alza la cruz de Cristo: un hombre justo torturado por los poderes políticos y religiosos. No se puede mirar para otro lado. En la cruz de Cristo, el sufrimiento silencioso de los dolientes toma la palabra y no se puede acallar. Enfrenta al hombre con la responsabilidad humana. Aparece como espacio privilegiado en el discurso sobre Dios y sobre el mal, porque habla desde el sufrimiento”.

Para el ponente, “la palabra radical del cristianismo sobre el mal es la eucaristía”. Y explicó esto desde una determinada concepción del lenguaje humano. En su inicio, la vida humana aparece marcada por una experiencia preconsciente que sitúa al hombre en una protección natural, el seno materno. “Por eso el hombre se siente arrojado al mundo, después de su etapa prenatal, que ha sido vivir el Paraíso sin saberlo, la comunión real. En cuanto nacemos, la realidad es distinta de nosotros, ya no estamos unidos del todo al otro. Este nacimiento de la individualidad se vive como un desgarro. El niño se descubrirá a sí mismo en la limitación, en la falta. La primera palabra humana es un grito inarticulado, un llanto que quiere decir algo, la entrada en la muerte de forma inconsciente, como lamentación y súplica”. Y García añadió: “¿No es ésta también la última palabra del hombre?”.

Por eso, “lamento y súplica se convierten en un movimiento de apropiación del mundo. Llegamos a ser un yo libre, pero necesitamos alcanzar la comunión perfecta con lo distinto, con lo que nos falta. Esto hiere nuestra vida, y prefiguramos esa comunión deseada por medio de la entrega y la confianza, o por medio del dominio. La vida termina siendo un aprender a morir, reconociendo y aceptando nuestra herida mortal. La vida se convierte en una angustia de soledad”.

La vida será acción de gracias cuando vivamos momentos de prefiguración de la comunión, y volverá al lamento y a la súplica en los momentos de fractura. “El grito inarticulado del hombre en la historia aparece también como el grito del que es expulsado de la vida. Está llamado este grito a hacerse palabra de fe, articulando las palabras de queja y de lamento, porque este mundo no es el que deseamos e imaginamos. Todo el lenguaje tiene su fundamento en la búsqueda que tiene el hombre de una plenitud de comunión”.

Es en este contexto donde se entiende la fe: “la fe comienza en esa desesperación. Hay una apertura frustrada del lenguaje, porque nunca alcanzamos a decir lo que queremos decir. Y alcanza su cima en el agradecimiento y la alabanza, que son las formas expresivas de que hemos encontrado la comunión con lo real. Pero nunca permanecen libres de la limitación impuesta por la muerte, por el lastre del tiempo”.

La acción de gracias, culminación del lenguaje humano, sólo aparece como un pequeño paréntesis en la vida, y parece un sueño, no real. ¿Hay algún espacio donde esta acción de gracias se haga con toda la realidad? El hombre retoma el lamento a través del lenguaje apocalíptico, imagina el mundo a través de un lenguaje de comunión, transformando la súplica y el lamento en una denuncia sobre el mundo: habrá un día en el que el mundo será lo que tiene que ser, será juzgado. Es una meta-palabra, la realidad última que nos permite imaginar que si pudiera ser este Dios, cabría la acción de gracias.

“Dios se confirma como verdadero cuando nos hace pronunciar una acción de gracias ante él. Pero Dios está más allá de la historia humana, más allá de sus siete días. Juan afirma que el Hijo es la Palabra, pero ¿qué palabra? En la cruz vemos que Jesús recapitula, se hace cabeza de todas las palabras de lamento y súplica, en un grito inarticulado en búsqueda de sentido frente a la muerte y el asesinato, la falta de comunión. Cristo muere con un fuerte grito, sin palabras. Afronta el trayecto último de toda vida humana, expulsado por los demás”.

Toda súplica y lamento es ante Dios, porque nadie puede responderlos del todo. Cristo es Palabra porque todos pueden unirse a este grito inarticulado de Jesús. “El grito de Jesús en la cruz es la palabra recapituladora de toda la humanidad, que no puede expresar la falta de comunión”.

“¿Qué es lo nuevo que aporta Jesús?”, preguntó Francisco García. Antes de la cruz, Jesús les ha hablado a los discípulos, comiendo con ellos, de un más allá, del Reino de Dios. Es la palabra profética. Para superar el mal y la muerte, la última cena debe contenerlos. “Por eso anticipa su muerte en los signos del pan y el vino, con los que identifica su Cuerpo y su Sangre. Se hace presente su muerte no en el contexto de la lamentación, lo habitual, lo normal en los humanos, sino en el contexto de la bendición y de la acción de gracias a Dios. Ésta es la novedad que cambia el sentido de la historia. El lenguaje del lamento se sustituye, en una muerte, por el lenguaje de acción de gracias a Dios”. Una entrega en acción de gracias.

Porque Cristo descubre que por debajo de la realidad existe un eterno manadero de vida y de plenitud que nunca rompe la distancia. “En la cruz, la acción de Jesús queda suspendida. Es un espacio de interrogación sobre Jesús y sobre toda la vida humana. Dios queda como presencia desnuda, manifestándose como vacío aquí y ahora”. Este lugar es adonde lleva Jesús a los suyos para hacerlos renacer. Es este momento para el que les ha preparado con la cena. En ella se ofrece a sí mismo como espacio donde vivir la vida y la muerte. “Cristo obliga a los discípulos para participar de su muerte para poder llegar a la acción de gracias total”.

En esta mesa “Cristo reta al tiempo y a la muerte. Esta nueva humanidad se convertirá en lugar salvífico. Cristo se hace eucaristía. Cristo, que ha dado gracias, se convierte ya para toda muerte en eucaristía, en el lugar donde encontramos la verdad de la vida. Fuera de esto no hay nada que no sean los siete días de la historia y, por tanto, la limitación absoluta. Estamos obligados a luchar contra el mal, pero nunca lo vamos a vencer en la historia. La superación del mal no puede ser intrahistórica”.

El cristiano envuelve todo mal y todo sufrimiento en la acción eucarística. La fe piensa el mal y el sufrimiento en lucha de razones, de voluntades, pero sobre todo en lucha de fe. Una lucha entre la oscuridad fáctica del mundo y la tenue luminosidad de la cruz de Cristo. Este acontecimiento de Cristo como eucaristía tiene lugar en la celebración de la eucaristía.

La liturgia, lugar de resurrección

Francisco García continuó diciendo que “la liturgia, tal y como la comprende la fe cristiana (aunque la vivamos de forma vulgar, instrumentalizada, degradada, retirada de los ámbitos orantes…), tal y como la quiere vivir la Iglesia, es la actualización del misterio pascual, la actualización de este tránsito del lamento y la muerte de Cristo a la acción de gracias y resurrección”.

Es un acontecimiento dialogal entre Jesús y el Padre: mutuo ofrecimiento de Cristo y total receptividad de la vida dada por el Padre. “En la liturgia eucarística se actualiza la entrega total de Cristo que se da en la muerte y la receptividad radical que se da en la resurrección. Y este acontecimiento está abierto a la participación de los fieles, en el movimiento del Hijo al Padre. Se ponen sobre el altar, donde estará la corporalidad de Cristo, todos los sufrimientos y anhelos de los hombres. El cristiano se va a saber allí en trance de resurrección, se va a saber habitado por la vida en resurrección”.

En la liturgia sacramental habita el sheol, la muerte de la carne humana; “el Hijo ya no es sin la carne de la historia, y el memorial de su muerte incluye nuestra muerte, con la que se unió en la encarnación, y con la que se sigue uniendo en el misterio eucarístico. Pero esta muerte está atravesada por una nueva vida. Por eso celebramos una muerte resucitada, y nosotros estamos en trance de resurrección”.

Es celebración de resurrección en el mismo momento de la muerte de Cristo, que es descenso y ascenso. Cristo aparece en los iconos orientales de la Anástasis, cogiéndoles la mano a Adán y Eva. “La eucaristía es la resurrección de Cristo en expansión. El pan y el vino tienen la plenitud de vida, ya no hay espacio para la muerte. Y ya no hay espacio para la muerte en el que toma el pan y el vino. El mal y el sufrimiento aparecen en el corazón del misterio pascual, no desaparecen, sino que son lugar de la creatividad originaria y nunca parada de Dios. Nada puede arrancar al mundo del fluir del amor eterno entre el Padre y el Hijo”.

El mal activo está derrotado por una sobreabundancia de gracia en la eucaristía. “No hay explicación para el mal: el mal se llora en la eucaristía. Pero existe una confesión que permite habitar el mundo en acción de gracias”. Nuestros funerales por eso están rodeados de la acción de gracias de la eucaristía. El cristiano ha sido sepultado con Cristo para resucitar con él. Pero ¿qué se ve? Como en los relatos pascuales, “un fluir de dudas y confesiones, llantos y cantos, alrededor de la acción de gracias de Cristo. En un claroscuro, entre el final del séptimo día y el inicio del octavo día de la nueva creación. No se ve, pero no se está en la oscuridad absoluta. Reconocen a Cristo vivo en la fracción del pan. La eucaristía no explica el mal ni justifica a Dios, sino que convierte nuestra mirada en nueva, para reconocer la compañía de Cristo, que se responde con alabanza y acción de gracias”.

“La eucaristía es el lugar de constitución de lo humano, porque ante el don de Dios aparece el tránsito del lamento y la súplica a la acción de gracias y la alabanza. Dios es quien constituye al hombre”. En este espacio todos los esfuerzos que pide Dios en el compromiso contra el mal, no se agotan, para escuchar la última palabra de la historia.

“La eucaristía es el centro de toda la historia humana, y el universo quebrado de nuestra vida cobra nuevos contornos en nuestra relación con Cristo. No hay otro camino para vivir el sufrimiento que el de injertarlo en el misterio pascual que celebramos en la liturgia. Es en esta actualización del amor crucificado donde el hombre se realiza”. Francisco García recordó como en la epíclesis se solicita el Espíritu Santo para que podamos injertarnos en este misterio. No sólo se puede afrontar el dolor propio, sino también el de los hermanos.

“Todo amor, servicio y compromiso terminará necesariamente crucificado, por la finitud y el pecado”. Siempre habrá que ir hacia Jerusalén. “Vayamos y muramos con él”, dice el apóstol Tomás, como si lo hubiera comprendido. “La cruz aparece como una realidad incómoda, asusta y repele, porque es crucificante. Sólo así aparece como espacio de salvación. La eucaristía por eso no puede dar nada a quien busca en ella el valor sustitutivo de su propia cruz. Es un ámbito mortal, pero de esperanza radical, porque se oye la acción de gracias del Cuerpo resucitado de Cristo”.

“Hay que luchar con todas nuestras fuerzas contra el mal y el sufrimiento, pero con Cristo, que nos invita a cargar con la cruz en fe y amor. El caos, el mal y el sufrimiento tendrán la última palabra en la historia; es Satán el príncipe de este mundo. Todos moriremos incompletos, heridos y vencidos. Pero esto está recogido por Cristo, y transformado para nosotros en acción de gracias. Por eso podemos estar envueltos en esta alabanza. La lucha contra el mal es la lucha interior del amor contra el odio, la lucha de la fe contra las dudas suscitadas por el poder inmenso del mal en el mundo. Si vencemos –y esto ha prometido Cristo a los suyos– nosotros mismos seremos un himno de alabanza a Dios. Precisamente lo que buscábamos: dar gracias. Las heridas del mal serán sólo cicatrices de salvación”.

Francisco García terminó su ponencia, la que clausuró las Jornadas de Teología, diciendo que quizás ahora, desde ahí, se pueden interpretar y entender las palabras de Santa Teresa de Jesús en uno de sus poemas: “En la cruz está la vida y el consuelo, y ella sola es el camino para el cielo”.

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