ÁNGEL CARRETERO MARTÍN
En este puente de la Inmaculada muchos madrileños salían de la ciudad para descansar y otros nos desplazamos hasta allí para disfrutar fugazmente de la belleza del Madrid de los Austrias, de la cuidada ambientación navideña y de alguna de sus variadas ofertas culturales. Pues bien, les confieso que no es la primera vez que yendo en metro, autobús o por la calle, me da por fijarme discretamente en los rostros de las personas que se cruzan a mi lado y me pongo a vaticinar, a juzgar por la expresión de la mirada, si esta o aquella persona será feliz.
Veo la tensión del ejecutivo con los minutos contados para cerrar una operación. Contemplo al mendigo, postrado en la acera sobre una manta, con el deseo de recibir alguna moneda. Observo la caramelizada pareja de novios que viven el momento presente como el último instante de sus vidas. Miro a los papás que pasean a su bebé como la mejor lotería que les ha podido tocar en la vida. Y de lo que no me cabe duda es que todos ellos buscan ser felices. Todos hemos nacido para serlo. En realidad hemos sido creados para ello, es un deseo que llevamos en los genes. Quizá hoy más que nunca nuestra sociedad cultiva y desea un mundo feliz. La tentación es creer que podemos vivir en una especie de mundo de color de rosa donde todo se puede comprar, hasta la felicidad.
La experiencia nos va diciendo, incluso a quienes somos más jóvenes, que una felicidad tan barata, unida al consumo, al placer o al éxito rápido y que rehuye el esfuerzo y el sacrificio de perderse por el otro no acaba por ser felicidad duradera. Ese mundo artificial que quieren vendernos tarde o temprano nos angustia con la vaciedad del estar llenos únicamente de nosotros mismos. Lo que realmente llena el corazón de alegría y hace que la contagiemos a nuestro alrededor es otra cosa muy distinta: es la libertad interior de cambiar un hábito que no me conviene, es el logro de un objetivo que me había propuesto desde hace tiempo, es la locura de darse una paliza de kilómetros por compartir unas horas con la persona amada, es el dolor esperanzado de sufrir la pérdida misteriosa de un ser muy querido, es la sinceridad y la transparencia con los amigos, es aumentar nuestra generosidad con Cáritas en tiempos de crisis…
El mítico y esperanzado “yes, we can!” de Obama por una sociedad mejor no es ninguna novedad para quienes llevamos dos milenios teniendo la experiencia de que es más feliz el que da que el que recibe aunque esto implique, a veces, no pocas noches oscuras. Pero vaya si merece la pena, porque vivir así es elegir ser feliz, es optar por la alegría que contagia, la que procede de las fuentes escondidas de lo alto.
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