domingo, 2 de octubre de 2011

Érase una vez una viña


JESÚS GÓMEZ FERNÁNDEZ

Domingo XXVII del tiempo ordinario – Ciclo A

“Agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron” (Mateo 21, 33-43)

Esta es la historia de un hombre indudablemente rico y un poco aventurero. Dueño de una gran propiedad, decide plantar un viñedo. Lo planta él mismo con mucho esmero y con todos los requisitos. Selecciona las mejores vides, lo cerca para evitar robos y alimañas, construye una vivienda para el guarda, lagar y bodega. Cuando la viña está a punto de producir la primera cosecha, la deja en manos de unos arrendatarios. Extenso y de óptima calidad debía de ser el viñedo que no sólo permitirá a su señor viajar mundo adelante con toda su familia, sino también satisfacer las aspiraciones de los arrendatarios. Hasta ahora todo muy bien. Pero a la hora de cobrar la renta, los colonos se negaron a pagar, maltrataron a los recaudadores e incluso al hijo del dueño. Querían quedarse con la propiedad; pero el amo del viñedo montó en cólera y los barrió.

Esta parábola me sospecho que tiene segundas intenciones. Señor tan rico, tan rico, que planta un viñedo de óptima calidad, acto seguido lo pone en manos de unos arrendatarios y él desaparece, esto me suena a Dios creador. Él mismo, con el infinito poder de su palabra, plantó el mundo; un mundo de hermosa y muy variada vegetación, repleto de toda clase de animales. Cuando todo está a punto, aparece el hombre y en manos del hombre puso Dios toda la creación. «Multiplicaos y llenad la tierra. Ved que os he dado todo para alimento». Y vio Dios todo lo que había hecho y he aquí que todo estaba pero que muy bien. Un mundo, pues, en el que cabían todos los arrendatarios; en el que cabíamos holgadamente todos los hombres. Y el Hacendado se fue. Dios desaparece.

Ahora todo queda en manos de los hombres. Las consecuencias las estamos pagando. En cuanto los hombres pusieron manos a la obra, unos porque eran más hábiles, otros porque eran mejores trabajadores, otros porque eran más fuertes, al instante surgieron las diferencias, los desniveles, las clases, las castas, las peleas, la riqueza y la pobreza, las marrullerías de los más variados marrulleros. Basta recordar la Exxon, el Congo, la Amazonia… La mayor parte de la tierra está en manos de unos pocos, que no quieren soltarla.

La tierra es un don de Dios, una gracia, y gracia y don por excelencia es su Hijo Jesucristo, manifestación suprema de su amor misericordioso. Ser cristiano implica recibir el Don y Gracia de Dios con el correspondiente amor misericordioso. Considerando de esta manera a la tierra, nadie razonablemente la posee como propia, sino que la comparte. No es de cristianos ser marrulleros. ¿Qué elevada rectitud se le debe exigir hoy a los cristianos dedicados profesionalmente a la cosa pública?

La Opinión-El Correo de Zamora, 2/10/11.

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