lunes, 21 de marzo de 2011

Anuncio de pasión y gloria


JESÚS GÓMEZ

Domingo II de Cuaresma – Ciclo A

“Se transfiguró delante de ellos” (Mt 17, 1-9)

Con Aarón, Nadab y Abihú subió Moisés al Sinaí. Una nube cubrió el monte, la gloria de Dios descansó sobre el monte. Fue llamado Moisés y se introdujo solamente él en medio de la nube. Allí recibió las tablas de la Ley que configuraría y regiría la vida del pueblo israelita. Con Pedro, Santiago y Juan subió Jesús a un monte elevado. Repentinamente se produce un cambio de escena. Jesús transfigurado: su rostro relumbra como el sol y blanquísimas sus vestiduras. Blancura y luminosidad son propiedad exclusiva del mundo divino. Y junto a Jesús aparecen Moisés y Elías o ¿Juan el Bautista a quien Jesús dio el nombre de Elías? Como quiera que sea, junto a Jesús, la Ley personificada en Moisés, y los profetas personificados en Elías o, mejor, todos los profetas desde la sangre de Abel hasta la de Juan el Bautista. ¿De qué hablan? La respuesta es sencilla. Hablan de Jesús. Una nube resplandeciente, señal de la oculta presencia de Dios, envuelve a Jesús y una voz del cielo, voz de Dios, proclama su identidad: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me gozo. Escuchadlo». El libro de Isaías nos habla de una figura misteriosa, «El Siervo de Yahvé». Siervo obediente dispuesto a salvar al pueblo, aunque le cueste la vida. Y le costó la vida. Figura misteriosa, cargada con las dolencias y pecado de los hombres, Jesús de Nazaret, el Hijo amado de Dios. La transfiguración anuncia la gloria de su divinidad. Una misma persona, portadora del sufrimiento y de la gloria. Sufrimiento, salvación y gloria son inseparables.

En el Sinaí recibió Moisés la Ley. En este otro monte, una nueva ley, un nuevo mandato: escuchadle. Es un imperativo, y escuchar es más que oír; es acoger, es creer, asentar sobre él la vida, como se asienta una casa sobre la roca. Mandato cuyo eco va rodando mundo adelante por todo tiempo y lugar sin apagarse, y configura la vida del pueblo cristiano.

La palabra de Jesús es una expresión que puede volverse de esta otra manera: la palabra que es Jesús. Jesús, Hijo de María Hijo de Dios; hombre que padece y hombre glorioso. Pasión y gloria. Pasión y gloria de Jesús es a la vez pasión y gloria de la Iglesia y de cada cristiano. Pues cada uno de nosotros está obligado a decir «Yo soy la Iglesia. Yo mismo soy pecador, miembro de la Iglesia pecadora y yo mismo soy santo, miembro de la Iglesia santa. La malo que se dice la Iglesia, se dice de mí mismo y, al contrario, lo bueno que se dice de la Iglesia, se dice de mí mismo. Yo sufro el sufrimiento de la Iglesia y de la gloria de la Iglesia me glorío. Porque yo soy la Iglesia».

La Opinión-El Correo de Zamora, 20/03/11.

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