JESÚS GÓMEZ
Domingo XIX del Tiempo Ordinario – Ciclo C
“La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve” (Heb 11, 1-2.8-19)
La fe es parte de nuestra naturaleza y su carencia constituye una enfermedad de orden psicológico. Desde el punto de vista cristiano sólo los condenados carecen de fe; por lo mismo en el infierno, donde reina el odio, no existe sociedad. Al contrario, la fe en Dios es ya salvación. Y de esta fe nos habla el autor de la Carta a los Hebreos.
Nos enseñaron que «la fe es creer lo que no vemos». Pase, aunque deja un cierto retintín. La contemplación de media esfera lleva al convencimiento de la existencia de la otra mitad que no se ve. La contemplación del mundo visible nos lleva al conocimiento del Dios invisible mediante un raciocinio. La contemplación del Jesús histórico condujo a sus discípulos al reconocimiento de su invisible divinidad. Absurdo, pues, poner la ciencia en contradicción con la fe. El autor de la Carta a los Hebreos no define la fe de una manera abstracta; al contrario, describe cómo es el comportamiento del hombre de fe. Se fija, sobre todo en Abrahán, padre y modelo de creyentes. La fe era el soporte de sus esperanzas, el argumento convincente de lo que no veía. Soporte y argumento, dos imágenes que expresan una misma realidad: la dinámica de la fe en el creyente. Hombre que está firmemente seguro y convencido de que sus esperanzas, hoy lejanas, tan lejanas que aún no se ven, algún día se cumplirán.
Veamos, pues, cómo se manifiesta la fe en la vida de Abraham. Abraham era un pastor seminómada; no poseía tierras en propiedad ni descendencia. Dios le prometió tierra y descendencia. Sin saber cuál era esa tierra prometida ni cómo llegaría a tener descendencia, sin embargo se puso en camino. Porque creía, porque tenía fe. Y siguió teniendo fe en que tendría descendencia aun cuando estuvo a punto de sacrificar a su descendiente, y en que poseería una tierra aun cuando al final de sus días toda su propiedad se reducía al campo en que enterró a su mujer. La fe le daba seguridad, vivía convencido de que sus esperanzas se cumplirían. Y él conseguiría lo que esperaba, a pesar de que no lo veía; estaba convencido de que sus esperanzas se convertirían en realidad. La fe y la esperanza son inseparables y nos provocan y estimulan hacia un futuro que será mejor que el pasado. Con razón consolidaba Jesús la fe de sus discípulos y nuestra fe: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros los bienes del Reino». La sola certeza de que los dará es ya el principio de disfrutarlos.
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