NARCISO-JESÚS LORENZO
Solemnidad de la Asunción de la Virgen María
“Desde ahora me felicitarán todas las generaciones” (Lc 1, 39-56)
Este año la solemnidad de la Asunción ha coincidido en domingo. Cuando estas cosas suceden podríamos pensar que la centralidad del domingo decayera, y con ello el protagonismo de Cristo. Sin embargo al celebrar a la Santísima Virgen o a algún santo estamos confesando y proclamando las maravillas del Señor en sus vidas. En palabras de santa María: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque el Poderoso ha hecho en mí maravillas». Los santos, y a la cabeza María, no solo no nos distraen de Dios, sino que son los principales evangelizadores. Dicen a todos: «Mirad al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Ellos son las primicias de la Salvación de Cristo. Creados por Dios, redimidos por Cristo, han escuchado la Palabra y han conformado su voluntad con la de Dios. El Espíritu Santo ha imprimido en ellos los rasgos de la humanidad de Cristo. Así que, podríamos decir, parafraseando al mismo Jesús: quien mira a los santos, sobre todo quien mira a María, ve a Jesús.
Celebrar a los santos es ante todo entrar en la liturgia, participar en la celebración y descubrir que sea cual sea el número de los presentes en el templo que fuere, entramos en la congregación del Pueblo de Dios, donde la Virgen y los santos nos reciben y «nos hacen sitio» ante la presencia de Dios, como bien expresa la invitación al canto del Sanctus: «con los ángeles y los santos cantamos sin cesar el himno de tu gloria». Y en la fiesta de la Asunción de la Virgen, aunque no tengamos una representación sacra como el Misterio de Elche, podemos asomarnos al sepulcro de María y levantar los ojos al cielo para ver que la Virgen después de morir es recibida en la gloria de su Hijo, mientras con los ángeles y los santos cantamos: «Bendita tú entre la mujeres» y «Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos».
Celebramos la Segunda Pascua. La fiesta de la Resurrección, de la Asunción de María. Ella es el fruto más precioso de la Redención de Cristo. Es la que se ha entregado sin reservas al Señor, «Aquí está la esclava del Señor». Fue preservada de una herencia universal de pecado, pero no de la tentación, ni de dificultades y sufrimientos de la vida, ni del trago de la muerte. En todo he querido parecerse a su Hijo, y en todo se ha entregado a la voluntad del Padre. Por ello el amargo trago de la muerte no trajo para la Virgen la destrucción de su cuerpo. No ha tenido que esperar a la resurrección universal. Así, no solo su alma, sino su corazón y su entero ser, por la acción del Espíritu Santo, la hacen ser Madre universal de la Iglesia que dice de ella: «Dichosas las entrañas de la Virgen María, que llevaron al Hijo del eterno Padre».
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