AGUSTÍN MONTALVO
Domingo IX del tiempo ordinario – Ciclo A
“No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt 7, 21-27)
Estamos acostumbrados a ver cómo en muchos ámbitos de la sociedad mantener buenas relaciones o estar cercanos a personajes influyentes o poderosos suele resultar beneficioso. Se puede pensar que esto mismo sucede en el ámbito de la fe y que pertenecer, los signos externos, las tradiciones... garantizan la autenticidad de esta. Pero Jesús en el evangelio de hoy se encarga de desmentirlo categóricamente: no bastan las palabras, se necesita la coherencia que la vida práctica verifica, «obras son amores».
Hoy leemos el final del llamado sermón del monte que hemos ido escuchando en los últimos cuatro domingos, y alguno pensará: «qué final tan prosaico para un discurso tan sublime». Recordemos: «Dichosos los pobres en el espíritu… los sufridos… los pacificadores…»; «Vosotros sois la luz del mundo y la sal de la tierra»; «Amad a vuestros enemigos»; «No andéis agobiados pensando qué comeréis o con qué os vestiréis»… Y alguien seguirá pensando: «extraordinario, nadie en el mundo ha hecho una propuesta tan hermosa, pero… es una utopía, un sueño irrealizable, hay que pisar tierra porque vivimos en el mundo en que vivimos», y reducirá (reduciremos) la fe al mínimo imprescindible para seguir subsistiendo.
Pero ¿alguien puede pensar que Jesús quiso añadir una página más de poesía a la historia de la literatura o proponer un ideal que condene a sus seguidores como a un nuevo Sísifo a un continuo esfuerzo infructuoso? «La predicación del Señor no se orienta a la admiración, sino al compromiso. Él no habla para que nosotros digamos «qué bonito» sino para que nos convenzamos de que aquel pan está hecho para nuestra boca y de que aquellas palabras han de transformar nuestra conducta» (Pronzato). Es verdad que el mensaje de Jesús es admirable porque va mucho más allá de lo que los humanos consideramos razonable, pero no hasta el punto de dejar extasiados y paralizar, ni siquiera de desanimar por su elevación. No es un mensaje teórico, Él lo encarnó, lo hizo vida, y por eso lo propone a sus discípulos para que lo imiten. Hacerlo es proceder prudentemente. Quien escucha sus palabras y las pone en práctica es sensato, como el que edifica su casa sobre cimiento de roca; por el contrario, quien solamente las escucha es necio, semejante al que edifica sobre arena. El primero asegura el éxito de su existencia cristiana, el segundo el fracaso.
Sí, Jesús propone una utopía, pero no una ensoñación, Ofrece un ideal inalcanzable en su plenitud, pero con dinamismo capaz de movilizar a sus seguidores en la búsqueda esperanzada y eficaz de acercarse a él. Ese ideal es el mismo Jesús que, además, nunca nos deja abandonados a nuestras débiles fuerzas, sino que nos acompaña y fortalece.
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