FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ
Domingo I de Cuaresma – Ciclo A
“Jesús sintió hambre” (Mt 4, 1-11)
El hombre experimenta que el mundo es siempre demasiado estrecho para cumplir los deseos, los anhelos, las esperanzas que nacen en el interior de su corazón. Cada día se topa con el hambre de bienes que rodeen la vida de confort, de belleza, de exuberancia; con el hambre de un poder que le dé seguridad frente a toda amenaza; con el hambre de que los demás reconozcan su valor en cada momento. Hambre que nunca se sacia porque nunca tendremos todo, ni nunca lo podremos todo, ni nunca seremos el centro del universo ante los demás.
Ante esta situación, que a veces se hace dramática cuando el mundo se estrecha hasta casi ahogándonos, el hombre se pregunta si se puede creer en un Dios que dice que ha hecho un mundo bueno y sin embargo parece habernos arrojado a éste de una talla menos de la que necesita nuestra humanidad. Esta es la tentación radical de la fe. La tentación que susurró al oído de Eva, que se hizo fuerte frente a Israel en el desierto y que cada día amanece junto a nosotros al salir el sol: «¿Aún crees que Dios es bueno? Por favor, espabila y búscate la vida al margen de Él».
No hay mundo sin tentación y ésta es la prueba donde la fe se hace verdadera o sucumbe porque no ve la verdad que Dios parece haber prometido. Pues bien, en el relato que hoy nos ofrece el evangelio Cristo entra en esta tentación que acompaña al hombre desde que despertó a la existencia en los albores del tiempo. Esta tentación que hace experimentar el mundo como desierto y que pide que nos las apañemos por nuestra cuenta, sea como sea, abandonando la ingenua confianza en Dios. Pero he aquí que Cristo se hace fuerte en la fe, en la adoración, en la fidelidad a la palabra de Dios. No sólo al principio, sino hasta el final cuando su garganta moribunda no era más que un desierto arenoso («Tengo sed»). Su fe deja que el mundo no perezca de desesperanza, pues al creer cuando la acción de Dios parece abandonarle, le da tiempo para que termine su obra resucitándole. Como dice el relato: al final «los ángeles se acercaron y le servían».
Ahora, junto a él, cuando empezamos esta cuaresma litúrgica signo de la cuaresma de nuestra vida que a veces se hace tan penosa de recorrer, Cristo nos invita a beber su fe. Cada día nos dirigimos a Dios diciéndole en el Padrenuestro: «no nos dejes caer en la tentación». Y volviéndose a nosotros nos ofrece a su Hijo como maestro y fuerza de nuestra fe para que no nos dejemos abatir por el desaliento (Hb 12, 1-3).
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