FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ
Domingo II del tiempo ordinario – Ciclo A
“Éste es” (Juan 1,29-34)
El cura abrió la iglesia y, después de encender algunas luces, enchufó el lampadario. Al poco cada moneda encendía una pequeña luz con su súplica correspondiente ante Dios. ¡Había tantas necesidades concretas! Por una vez, mientras estaba poniéndose las vestiduras litúrgicas, el Señor le permitió oír los anhelos que iban llegando a Él. ¿De qué le sirve -pensó- a esta gente que Cristo venga a quitar el pecado del mundo como dice hoy el evangelio? Se asomó un poco por la puerta y vio sus rostros. No parecían ser grandes pecadores, pero él tenía que predicar sobre Cristo y el pecado. Cristo venía a arrancar el dominio que el pecado ejercía sobre el mundo, y parecía tan poca cosa frente a él. ¡Un cordero! «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo», vaya frasecita.
Intentando recordar algunas ideas confusas que había preparado se preguntó: ¿Qué tengo que decir hoy? Pensaba si por debajo del problema del pan, del trabajo, de la salud, de la intranquilidad, de la depresión… que se encendían en cada vela del lampadario no estarían los lazos del pecado. Pero ¿qué era el pecado, así en singular? No los pecados concretos, sino el pecado. ¿La falta de fe en Dios que nos hace vendernos a cualquier ídolo que nos promete un poco de vida para luego esclavizarnos? ¿La envidia que nos hace sospechar que todos son rivales en este camino que es la vida?...
Abrió la puerta de la sacristía, todos se pusieron en pie y cuando llegó al altar vio sorprendido que de los cuerpos de los fieles surgían pequeños brotes de fe y amor nacientes, pero rodeados de zarzas que los tenían ahogados. Se inclinó a besar el altar y al levantarse comprobó que esa extraña visión continuaba allí, que esos hombres y mujeres tenían la fuerza de su fe y de su amor envuelta en una maraña de zarzas de la que no se sabían librar y que les hería continuamente.
Después de los ritos iniciales se dirigió al ambón a leer el evangelio, esta vez con dificultad pues él mismo se encontraba rodeado del mismo zarzal. Leyó como pudo y sólo supo decir: Hoy está aquí, con nosotros, éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Al oírlo la gente, enredada por las zarzas que les hacían entrechocar y herirse mutuamente, comenzó a avanzar torpemente y vio cómo se ponían en manos de Cristo que iba poco a poco arrancándoles de su prisión.
El cura contemplaba y no sabía qué decir porque Cristo lo estaba diciendo todo en diálogo con cada uno. Vio cómo los brotes de fe y amor estiraban espabilados y, sin darse cuenta, él mismo con alegría terminó diciendo: podemos ir en paz. El que lo vio da testimonio.
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