ÁNGEL CARRETERO MARTÍN
No sé a ustedes, pero a mí me han sabido a poco estos días entrañables de Navidad. No me estoy refiriendo a lo que a primera vista han sido para muchos como días de encuentros familiares, vacaciones y regalos, sino para saborear un poco más el motivo central que para los creyentes no es otro que el misterio de la encarnación de Dios.
Lo decimos así de fácil pero no tan fácilmente digerimos esta locura del amor de Dios por nosotros; y en el fondo esa es la razón por la que Dios se hizo niño. Quizá no falte todavía entre nosotros quien piense que con ello Dios pretendió «arreglar» con su perdón lo que nosotros habíamos «estropeado» con nuestro pecado. Como si Dios fuese una especie de «técnico-jurista» en reparaciones que logra restablecer el equilibrio entre pecado y perdón. Y no es que todo eso no sea del todo cierto, que lo es, aunque el lenguaje teológico lo explicaría mucho mejor. Pero a donde a mí me gustaría aterrizar la reflexión de hoy es en esa otra razón menos «jurídica» y mucho más fundamental: la pasión de Dios por el hombre, su empeño por no quedarse allá, cómodamente en su cielo, sino por abajarse aquí, en la tierra, haciéndose buen samaritano, padre tierno, amigo íntimo.
Puede que a alguno le suene un poco cursi, pero Dios está tan perdidamente enamorado del ser humano que solo haciéndose de carne y hueso encuentra la mejor manera de poder quedarse con nosotros para siempre. Tanto se ha solidarizado que, menos en el pecado (es decir, en la ruptura con Dios y con el hombre), ha asumido todo; y todo es todo, hasta nuestras ganas de pecar. No sé si de verdad somos conscientes de la humillación que esto supone para Dios. Si Dios se ha implicado hasta ese punto con nosotros tendría que cambiar radicalmente nuestra manera de ver las cosas: convenciéndonos de que este mundo selvático puede ser realmente un mundo más humano y más divino. Y eso es así porque desde que Dios se hace hombre valemos más, podemos más, esperamos más y mayor es también nuestra capacidad de entregarnos a los demás desinteresadamente.
¿Cómo no ponerse «codo con codo» con quien lo sabe todo, lo puede todo y nos ama más que nadie en la vida? Algunos creen que Dios guarda silencio o que está de brazos cruzados ante tantas cosas que suceden. Aquí conviene recordar que contemplar toda la historia de Jesús es contemplar las palabras y acciones de un Dios que precisamente no tiene nada de mudo e inactivo. Desde que Dios se hace hombre el hombre está tan cerca de Dios que Dios piensa, habla y actúa como hombre. Y al mismo tiempo el hombre está tan lejos de Él que, en esa cercanía, el hombre a menudo no le reconoce. Pero Él sigue llamando a la puerta para ser recibido en la posada de nuestra vida.
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