NARCISO-JESÚS LORENZO
Domingo de Pentecostés – Ciclo C
“Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 19-23)
Termina hoy la celebración anual de la Pascua con la solemnidad de Pentecostés. Y podríamos saludarnos también con un: ¡Felices Pascuas! En plural, sí, porque la Pascua tiene tres momentos fundamentales: 1. La Encarnación y Nacimiento de Cristo. 2. Su Pasión, Muerte y Resurrección. 3. El envío del Espíritu Santo. Celebramos anualmente la Pascua de Jesús, que es su paso por nuestra existencia, pero no «de pasada», sino todo lo contrario, haciéndose uno de los nuestros, en todo semejante menos en el pecado, para conducirnos a Dios, tarea nada fácil. Pero también cada domingo que es la Pascua semanal. Incluso cada día, la Pascua diaria, mediante la celebración de la Eucaristía. Y esto es posible -es posible que el Señor pase a nuestro lado- gracias al Espíritu Santo; que ni es paloma, ni fuego, ni viento, sino un ser personal y divino, que con Cristo y el Padre forman la realidad del Dios único. Por eso decimos de él en el Credo: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo. Y que con el Padre y el Hijo recibe la misma adoración y gloria». Por medio de él, entre otras muchas cosas, es posible la fe, que hace que el testimonio de la Iglesia, de generación en generación, sea aceptado y creído, como si se tratase de una corazonada que te dice que es cierto que Cristo ha resucitado y está con nosotros. A este Espíritu nos dirigimos llenos de fe y de necesidades con el bellísimo himno: «Ven Espíritu Santo». Para quien no se lo conozca, que le eche ganas, tome papel y lápiz y lo escriba. Y si puede que se lo aprenda de memoria para rezarlo a menudo.
«Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno. Amén».
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