domingo, 15 de noviembre de 2009

Permanecer en un mundo pasajero


AGUSTÍN MONTALVO FERNÁNDEZ

Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario – Ciclo B

“El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán” (Mc 13, 24-32)

Al llegar estas fechas cada año el evangelio del domingo nos ofrece una parte del llamado «discurso escatológico» de Jesús. Confieso que durante mucho tiempo estos relatos fantásticos y dramáticos, que parecían referirse al fin del mundo, me sobrecogían además de resultarme incomprensibles. Después me enseñaron que existe un género literario llamado apocalíptico, algo así como una forma de expresar de manera grandilocuente y muy complicada realidades mucho más sencillas, una especie de marco fantástico de un cuadro cuyo mensaje en modo alguno puede confundirse con él.

Son muchas las concreciones que el relato transmite. Para mí y para los lectores voy a intentar ofrecer algunas.

Nada en este mundo es eterno ni absoluto. Los hombres buscamos seguridades y nos aferramos a muchas cosas más o menos valiosas poniendo en ellas nuestro corazón, nuestras energías y todas nuestras ilusiones. Jesús con frecuencia advierte que nada puede darnos la vida plena ni la seguridad definitiva, porque todo cuanto existe, hasta los mismos astros, tiene los días contados aunque se mida en siglos de siglos. Todo es pasajero.

Pero cuando todo falla a nuestro alrededor sólo hay alguien que permanece, el Hijo del Hombre, el crucificado y resucitado que está vivo para siempre, cuyo poder y majestad, grandiosamente también imaginados, no son otra cosa sino la realización definitiva del amor a todos, la victoria del amor y de la vida sobre el pecado y sobre la muerte, capaz de justificar nuestras búsquedas y esfuerzos, y de salvar a quienes no lo rechacen.

Cuando el evangelio relata lo que parecen los acontecimientos finales de la historia indudablemente nos hace pensar en el futuro, pero no es ésta la intención del autor. Habla de futuro para interpretar el presente y para situarnos en él. No se trata de cuándo y cómo tendrán lugar esos hechos, sino de cómo debe vivir el cristiano en la espera. Quiere ser una llamada a la esperanza y a la vigilancia que excluya tanto la impaciencia angustiosa como el permanecer atrapados en un presente sin horizonte. Esta doble tentación de huida o de repliegue se hace especialmente intensa en momentos de la historia particularmente difíciles o dramáticos. En estas situaciones el evangelio pretende infundir confianza a pesar de las contradicciones ofreciendo un fundamento sólido: la fidelidad de Dios.

En este presente esperanzado y comprometido el cristiano no camina a ciegas. El ejemplo de la higuera recuerda lo que el concilio Vaticano II llama los signos de los tiempos. A través de las realidades, las personas, los acontecimientos? es posible y necesario interpretar iluminados por la Palabra de Dios lo que él quiere decirnos y el comportamiento consiguiente, sabiendo que cada momento es tiempo de gracia.

Fuente: La Opinión-El Correo de Zamora, 15/11/09.

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