IGNACIO RODRÍGUEZ COCO
Domingo VI del tiempo ordinario – Ciclo B
El hombre del Antiguo Testamento
consideraba la enfermedad y la desgracia como pena por el pecado. Los enfermos
eran tratados como pecadores y muchas veces, como en el caso de los leprosos,
eran apartados de la comunidad y condenados a una triple marginación. Primero,
una marginación personal y corporal, pues, considerados impuros, no se les
podía tocar y debían anunciar su presencia a gritos. Segundo, una marginación
social, expresada en una determinada manera de vestir, en el aseo personal y en
la obligación de vivir fuera del campamento. Y, por último, una marginación
religiosa, pues su impureza, declarada por un sacerdote, era el certificado de
una situación de pecado que lo apartaba de la comunión con Dios.
En el Evangelio de hoy se da un
vuelco a esta forma de pensar. En primer lugar, el leproso no es llevado ante
el sacerdote, sino que es él mismo quien «se acercó a Jesús», rompiendo con
ello la norma que lo obligaba a mantenerse alejado. Y al pedir la curación,
reclama su dignidad como hijo de Dios. Ha descubierto en Jesús a alguien en
quien confiar, a quien confesar su deseo de restauración de esa dignidad
perdida. En segundo lugar, se da un paso más mostrando a un Jesús que «sintió
lástima» e incluso «lo tocó» extendiendo la mano. ¡Un maestro tocando a alguien
declarado impuro! y rompiendo en el mismo gesto con la marginación social y
corporal del leproso. Gesto que supuso un choque, hasta una aberración, para
una mentalidad anclada en una práctica rigorista de la ley, que olvidaba que el
centro de toda ley debe ser la dignidad de la persona humana. En tercer lugar,
con el gesto y las palabras de Jesús «la lepra se le quitó inmediatamente y
quedó limpio», como signo visible de otra limpieza interior, declarada esta vez
por el único, verdadero y definitivo sacerdote del amor de Dios, que como
mediador de la compasión y ternura del Padre con sus hijos, cura al hombre
entero, en cuerpo y alma, sanando la enfermedad y restaurando la comunión
perdida por el pecado.
También el hombre de hoy tiene su
medicina en ese amor de Dios manifestado en Cristo, pues, habiendo alcanzado
grandes metas en la curación de enfermedades corporales, aún necesita ser
tocado por el único capaz de curar y salvar el interior del hombre. Para ello,
deberá seguir el ejemplo del leproso, reconocer su enfermedad, acercarse a Él y
decirle confiado: «Si quieres, puedes limpiarme».
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