FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ
Domingo XXX del tiempo ordinario – Ciclo A
“Amarás” (Mt 22,34-40)
Más de una vez, por no decir casi siempre, los hombres pensamos que una cosa es lo que Dios es y otra lo que manda. De tal manera que no es extraño que pensemos que sus mandatos son solo para nosotros y que Él estaría en el fondo libre de cumplirlos, algo así como los señores de la tierra que imponen cargas sobre los demás mientras ellos viven plácidamente o a su costa. Por eso sospechamos de Dios, por eso quizá sin darnos cuenta desconfiamos de Él.
Nada más alejado de la realidad. Dios no es una cosa y dice otra, su presencia siempre habla y pide amor porque Él mismo es amor. Un amor que no debe aprenderse, como en nuestro caso, contra las tendencias egoístas adquiridas en la turbia historia de nuestra humanidad. En su caso y desde siempre su vida es el amor. El amor es la forma de su ser.
Siendo Él la vida por excelencia y vida de amor nos ha creado, como no podía ser de otra manera, para participar de su mismo ser a través del amor. Esto significa que el amor es nuestra forma verdadera, aunque sea tan difícil de creer a la vista de la biografía de nuestra humanidad. Alejarnos del amor significa, por tanto, alejarnos de nuestro propio ser, perder nuestra verdadera figura, perder nuestra verdadera vida y, así, terminar no siendo nada más que angustia y muerte.
Cuando Cristo nos dice que lo principal es amar a Dios y al prójimo nos está indicando que solo en Dios encontramos nuestra verdad y que amarlo, contemplando su amor por nosotros, no es más que entrar en la escuela de la verdadera vida. Nos está indicando que cuando amamos a los demás no estamos realizando simplemente un acto de benevolencia que ensancha nuestra estúpida y siempre equivocada vanidad de cumplidores de la ley, sino que entramos en la verdadera amabilidad de la vida donde podemos encontrar el gozo de ser y la alegría de vivir.
Ahora bien, en un mundo que nos tiene atados a la sospecha frente a los demás y a la preocupación obsesiva por nosotros mismos, el aprendizaje del amor es una verdadera cruz, para qué negarlo. La muerte de Jesús muestra los trabajos del amor que parece no caber en el mundo. Sin embargo, la resurrección de Cristo manifiesta que toda otra forma de ser se pierde en la nada y que solo el amor es el lugar y la forma de la vida eterna. Somos cristianos porque Dios nos ha bendecido revelándonos esta verdad en Cristo. Sabemos lo principal, pese a que nuestra vida tantas veces se haga la loca.
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