domingo, 4 de julio de 2010

Inscritos en el cielo


FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ

Domingo XIV del Tiempo Ordinario – Ciclo C

“Decid primero: paz a esta casa” (Lc 10, 1-20)

Hace tiempo salimos nosotros, los curas de la diócesis, contentos de casa, armados con la palabra de Jesús que sentíamos viva y fuerte en el corazón. Llevábamos encima las verdades de la vida y del mundo, la bendición de Dios en nuestros cuerpos y nuestras almas, y la fe cierta de que Dios sometería a través nuestro todo lo que se opusiera a él. Salimos hacia los destinos que nos dio el obispo, con la confianza de tener en nuestras manos el poder divino de someter a toda oposición. Y por un tiempo la cosa funcionó. Las grandes citas eucarísticas, las conversiones de los cursillos de cristiandad, el respeto a medio camino entre la admiración y el miedo, la palabra que decidía sobre lo humano y lo divino sin que nadie le tosiera, la belleza y hondura de tantas devociones a veces privadas y otras públicas, la confianza sencilla de tanta gente que casi nos idolatraba. También los más jóvenes con los nuevos inventos tecnológicos o nuestra conciliar cercanía a la gente, nos dijimos, el mundo es nuestro con Jesús.

Y volvimos como los discípulos del evangelio de hoy y dijimos: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Pero Cristo tenía nombre de crucificado y nosotros no lo sabíamos o no terminábamos de creerlo. Cristo solo nos había enviado a ofrecer su paz, aquella paz que nace en el corazón de los que se saben amados por Dios desde siempre y para siempre, a pesar de todos los pesares y de todos los pecados. No le importaba que no tuviéramos respuesta para todo o que no siempre pudiéramos quedar por encima del mundo, solo nos quería al lado de todos con el signo de su paz. A nosotros nos tocaba solo darla, dar su paz aún a costa de malentendidos.

Y oímos a Jesús: «alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el cielo». Y no comprendimos hasta que se derrumbó la casa. Hasta que empezamos a quedarnos solos, a preguntarnos si valía de algo lo que ofrecíamos, cuando tan pocos nos escuchaban. Y volvimos a nuestra soledad y escuchamos una voz tenue: «vuestros nombres (vuestra intimidad más íntima) está escrita en mi corazón de Padre». Y tuvimos que aprender a reciclar la amargura y la desesperanza que nacía de nuestra pequeñez, de nuestra debilidad, de nuestra soledad en amor verdadero, en fe verdadera, en esperanza bebiendo de ese Dios escondido. «Alegraos porque estáis en mí». Y solo entonces (rezad por ello) pudimos ofrecer con alguna que otra herida, como Cristo y desde él, la palabra que Dios quiso ofrecer a todos con nuestra vida.

La Opinión-El Correo de Zamora, 4/07/10.

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