FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ
“Escuchad y entended” (Mc 7, 14)
A veces el bien que hacemos es valorado y proclamado por otros. Otras veces el bien realizado es ignorado o despreciado por los que nos rodean. A veces el mal que genera nuestra vida es señalado y criticado con saña por nuestro entorno, pero otras se ve con buenos ojos y se justifica como una forma adecuada de vida. Y así, cuando hacemos el bien es fácil llenarnos de soberbia o sentirnos un poco tontos según nos miren, y cuando pecamos podemos sentirnos miserables sin futuro o perder la sensibilidad para lo que es rechazable en nuestra vida, todo según nos rechacen o justifiquen. ¿Dónde encontrar entonces una palabra que nos ponga ante nuestra verdad, que mida bien nuestra vida y nos ayude a crecer con paciencia, pero al mismo tiempo con decisión en humanidad o santidad (como decimos los cristianos)? ¿Dónde encontrar a alguien que proteja nuestro corazón de los engaños, las hipocresías y las depresiones que nacen en su interior?
Hay veces que realizamos gestos que parecen generosos sólo para quitarnos a los otros de encima, y no es extraño que perciban nuestra indiferencia por ellos. Otras veces aun sin una voluntad alegre, forzándonos a nosotros mismos, hacemos lo que hay que hacer y algunos se nutren de la vida que les da una generosidad nacida a fuerza de sudor y en medio de fuertes tentaciones. A veces lo mejor que hacemos no se ve y otras es el mal que nos habita el que es invisible para los demás. ¿Quién puede diferenciar mirando desde fuera, cuando muchas veces el bien nace a regañadientes, pero es verdadero, y el mal se esconde entre actos piadosos que ocultan su no querer vivir del amor? ¿Quién podrá juzgar y juzgarse cuando hay tanto escondido?
El evangelio de hoy nos invita a volvernos sobre nosotros mismos, frenar el movimiento de una lengua, que habla al exterior y al interior, demasiado suelta para juzgar y poco ágil para recitar el “miserere”. El evangelio de hoy nos invita a sentir el latido real de nuestro corazón, con su grandeza y su miseria, y a pesarlo no en la báscula de nuestros juicios humanos, propios o ajenos, sino en los mismos sentimientos de Cristo, que conoce nuestra humanidad con la misma verdad de Dios. En él podremos sentirnos culpables y no desesperar, y sabernos valiosos sin vestirnos de prepotencia. Lo demás quizá sólo sea vivir en la superficie, al ritmo, inconsciente o no, de los demás y de una hipocresía que, sin buscarla, siempre está al acecho.
La Opinión-El Correo de Zamora, 30/08/09.
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