jueves, 1 de noviembre de 2012

La incineración de los cadáveres ante el hecho cristiano de la muerte


Nos acercamos a la celebración del Día de los difuntos, que nos recuerda, a los cristianos, nuestra condición de seres finitos y caducos, llamados a desaparecer, pero, a su vez, alentados por la fe en la resurrección al final de los tiempos. La fe cristiana nos dice que la muerte no es el final del camino. El hombre vive y muere para Dios. Nos sentimos en las manos de Dios, tanto en el vivir como en el momento de la muerte. Es Dios quien actúa en nosotros y a través nuestro, y quiere que busquemos el bien, en el cumplimiento de la voluntad del Padre.

La realidad de la muerte es un hecho biológico, que, para el cristiano, tiene su significado en el contexto de la Muerte y Resurrección de Jesús. Con la muerte, el hombre pasa a participar de otra realidad, en la creencia en la resurrección de Jesús. Jesús nos anticipa el camino, y nos pide fe en el proyecto de un futuro prometedor después de la muerte. De ahí, el sentido cristiano de la muerte, más allá de cualquier valoración de ésta como una realidad meramente natural. El cristiano no puede quedarse en la apreciación de la muerte como un hecho meramente biológico: nacemos, crecemos y morimos. Esta realidad, que humanamente es así, tiene para los cristianos una exigencia de fe en el más allá de la muerte.

Por otro lado, es cierto que también los cristianos arrinconamos, en muchos casos, la realidad de la muerte, o la concebimos sin el horizonte de la resurrección; y eso nos lleva a desdibujar el momento final. La Iglesia nos dice que la Pascua definitiva del cristiano es la que, a través de la muerte, hace entrar al creyente en la vida del Reino. Rezamos en el Credo: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”. Y, en este contexto, hay que valorar el respeto que se merece nuestro cuerpo en el momento de la muerte.

La Iglesia cuida de la sepultura digna y cristiana de los difuntos, y pide que se honren sus cuerpos después de la muerte. La forma tradicional de realizar las exequias en Occidente ha sido la inhumación, porque es signo de esperanza en la resurrección futura. Aunque, por diversos motivos, la Iglesia ha aceptado también la cremación. Para muchos, el problema que se suscita es: ¿qué hacer con las cenizas fruto de la incineración del cadáver? El respeto cristiano por el cuerpo ha de llevarnos, desde el recuerdo agradecido del difunto, a depositarlas en el campo santo, lugar sagrado, donde reposan los cuerpos de los finados. No es de alabar el que las mismas se coloquen en cualquier lugar, se tengan como objeto de veneración o se las eche al viento. La presencia, de otra forma, del difunto ha de ser desde la oración y no desde el sentimentalismo o la nostalgia de su presencia física antes de la muerte.

El fin del hombre es gozar de la presencia de Dios. Se nos pide a los cristianos que hagamos posible que los despojos humanos, fruto de la muerte, tengan el respeto que se merecen, más allá de emotividades y sentimentalismos, y que tengamos en cuenta que, sin prohibir la cremación, la Iglesia aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; y que cadáver o cenizas se depositen en los cementerios, dormitorios donde descansan los fieles en espera de la resurrección y lugares de oración por ellos.

El Catecismo de la Iglesia Católica dice en el nº 1683: “La Iglesia ofrece el Padre, en Cristo, al Hijo de su gracia, y deposita en la tierra, con esperanza, el germen del cuerpo que resucitará en la gloria (cf. 1 Co 15, 42-44)”.

José-Francisco Matías Sampedro
Vicario General de la Diócesis de Zamora

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