Recientemente los católicos hemos
tenido la oportunidad de asistir a nuestra parroquia para la celebración del
rito inicial de la cuaresma de imposición de la Ceniza. Este rito cuaresmal,
que desde siglos atrás marca el inicio oficial del tiempo litúrgico que precede
a la Semana Santa, hunde sus raíces en un profundo y vasto gesto vinculado a la
penitencia. En la antigüedad los pecadores públicos, es decir, aquellos cuyos
pecados eran conocidos por el resto de la comunidad, debían publicitar su
responsabilidad vestidos de sayón y marcados por la ceniza.
Curioso y singular ritual, aunque
impensable en el siglo que nos ha tocado vivir. No son pocos los que siendo
tentados, acaban sucumbiendo y metiendo la mano en las cosas de la res pública.
Raro es el día en que no despertamos con la noticia de un nuevo escándalo de
corrupción, enriquecimiento ilícito o aprovechamiento desmesurado de los
recursos de todos para beneficio particular. Suena indecente siempre, pero
particularmente obsceno cuando un nutrido grupo de españoles se asoma al
precipicio de la pobreza.
La memoria recientemente
presentada por Cáritas dibuja un panorama desolador. Cerca de seiscientas mil
familias se encuentran por debajo del umbral de la pobreza. La carestía, no
solo económica, se extiende más y más cada año que pasa desde el inicio de la
crisis y afecta con especial crudeza a los más jóvenes, a quienes hemos
hipotecado su futuro.
En este escenario resulta
escandaloso e hiriente la actitud de los grandes responsables de la crisis
económica, así como la de quienes se han dedicado a lucrarse robando el dinero
de todos. Unos y otros, por acción u omisión serían, a los ojos de las
comunidades pasadas, pecadores públicos y, en consecuencia, deberían vestir el
sayón y lucir las marcas de la ceniza penitencial.
Sin embargo, lejos de la
realidad, los cenizos del tiempo de la web 2.0 siguen vistiendo los trajes de
los grandes diseñadores, viajando en primera clase y rociándose con los mejores
perfumes, mientras el resto de la comunidad asiste impasible a la caída del
sueño del «engañoso bienestar». Más doloroso resulta descubrir cómo la crisis
no ha sido capaz de mover los corazones de los impunes, que sin escrúpulos
mueven los hilos a su antojo ante los ojos acríticos de una sociedad que obvió,
por temor o vergüenza, valores sobradamente válidos no hace mucho tiempo.
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