FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ
Domingo VI del Tiempo Ordinario – Ciclo C
“Alegraos ese día” (Lucas 6, 17. 20-26)
“Bienaventurados los pobres porque vuestro es el Reino de los cielos”. ¿Cómo comentar las bienaventuranzas cuando uno no es pobre? Y esto es lo que tengo que hacer hoy. Si uno no lo es, difícilmente puede comprender qué quiere decir Jesús, y si no lo comprende, ¿cómo lo va a explicar? Sería mejor que esta columna se quedara en blanco y simplemente cada uno fuéramos a buscar a aquellos que en su pobreza han encontrado la alegría que da el Señor. Éstos no necesitan a nadie que se lo explique y quizá muchos de nosotros seguramente no queremos buscarlos por si acaso no sabemos qué hacer.
Hemos que ser honestos y reconocer que nuestras alegrías está demasiado apegadas a los bienes que puede darnos el mundo (el bienestar, la salud, las amistades…). Sin embargo aquí se dice que cuando el mundo de nuestros bienes ya no sea nada, que cuando nuestras alegrías terrenas se conviertan en llanto, que cuando la obscenidad de nuestras bocas consumistas que tragan objetos y más objetos que se estorban mutuamente en nuestras casas ya no tengan nada más que comer, entonces, sólo entonces, podremos comprender algo de lo que es la alegría de la salvación de Dios. ¿Quién quiere oír hablar de esto o quién quiere predicarlo?
Sabemos que hay muchos que ya viven sin los bienes de este mundo, con los ojos dolidos de llorar, con nada que llevarse a la boca… ésos son los que pueden entender a Jesús. Pero sólo si, como hizo Jesús, alguien les sale al encuentro para hacerles saber con obras que son los favoritos de Dios y que hoy se entretiene crucificado y mañana se entretendrá glorioso con ellos, mucho más que con los que intenten comprar la vida o a él con halagos y la exhibición de sus bondades, méritos, riquezas y logros.
Por eso, los que no estamos en el lugar donde se pueden entender somos advertidos de que las alegrías de la vida tienen los días contados siempre (“Ay de este mundo de derroche, risas y banquetes…”). Tendremos que aprender, por tanto, a celebrar la vida sin crear pobreza y compartiendo la riqueza. Aprender que nada de lo que construimos nosotros es hogar definitivo de alegría si no está asentado en la roca eterna del la misma vida de Dios. Quizá entonces los que hemos recibido bienes en este mundo podremos encontrar el camino de la verdadera alegría.
Y si alguien cree que estoy hablando de vivir amargados renunciando a todo lo bueno del mundo, ni ha entendido nada ni yo he sabido explicarme, pero ya lo avisé de principio.
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