Domingo XXVII del Tiempo Ordinario - Ciclo B
“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mc 10, 9)
Hace unos 2.800 años un israelita se hacía una pregunta, universal pregunta, aunque su planteamiento pueda variar: si Dios, su Dios, que es también nuestro Dios, es fuente de la que única y exclusivamente brota el bien, ¿de dónde procede el mal? Él era un israelita creyente, feliz con su mujer, de la que nunca pensó divorciarse. Feliz como tantos matrimonios cristianos que viven su felicidad en silencio y no son noticia, salvo cuando salen a la calle para manifestar su rechazo a extrañas y maliciosas fuerzas que intentan socavar los cimientos de su felicidad.
Desconocemos el nombre de este israelita, gran escritor y pensador. Ni un dios del mal ni una materia carcelera del espíritu. Un solo Dios, El-Es, fuente de bien y sólo de bien. Tal era su fe y nuestra fe. De él procede el bien de la existencia, afirmación que plasmaba mediante ideas acordes con su mundo cultural. Así nos presenta a Dios, vestido de alfarero, moldeando una figura humana, a la que infunde un soplo de vida, de su propia vida (por algo decimos que la vida es de Dios) y el corazón de Hombre comenzó a latir. Hombre, en hebreo Adam, moldeado con “adamah” o tierra del campo. Las palabras lo dicen todo. Por supuesto, si este hubiese vivido hoy, escribiría algo distinto, como distinta era su cultura de la nuestra.
Dios, siendo uno, sin embargo ni está solo, que es un Dios tripersonal, ni moldeó a Hombre para la soledad. Moldeó también innumerables figuras de animales a las que infundió un soplo de vida. Por muy sorprendentes que sean sus instintos y sus capacidades miméticas y por mínimas que sean las diferencias entre sus genomas y ADN y los del ser humano, “un abismo nos separa en cuerpo y sobre todo en mente del resto de las criaturas vivientes”, escribe J. L. Arsuaga en 1999. Lo mismo exactamente que escribía el israelita hace unos 2.800 años: Y Adam no encontró una ayuda conforme a su altura, a su nivel (Gn 2,20). Del varón, en hebreo “ix”, hizo Dios la mujer, en hebreo “ixah”, que colmó la dicha de Hombre y llenó su vacía soledad: “¡Esto sí que es!”, exclamó Adam. “Por eso, dejará el varón a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne”. Palabras que reflejaban la experiencia vivida por el escritor, la alegría que encontró en su mujer. Un solo varón y una sola mujer fundidos en una carne para siempre. El divorcio no entraba en su pensamiento.
Las obras de Dios, maravillosas, las mancha el hombre. Se manchó a sí mismo, obra la más maravillosa de Dios. Misión de su Hijo, de Jesucristo fue la de devolver a la obra de Dios su prístina belleza. Con razón dirá que “al principio no fue así”. Afirmación esta de lo que es connatural al hombre, declaración de derecho natural. Si la naturaleza en ocasiones sale por sus fueros, las palabras de Jesús son una advertencia.
La Opinión-El Correo de Zamora, 4/10/09.
No hay comentarios:
Publicar un comentario