DAVID VILLALÓN
Domingo IV del tiempo ordinario – Ciclo B
“Sé quién eres: el
Santo de Dios” (Mc 1,24)
Jesucristo no quiere hacer nada a
escondidas, por eso en primer lugar busca y llama a sus discípulos para que
estén con Él, para que convivan con Él, para que escuchen y asistan como
testigos privilegiados a todos los acontecimientos que se van a ir sucediendo.
Rodeado de estos discípulos lo encontramos entrando un sábado, el día sagrado
para los judíos, en la sinagoga del pueblo pesquero de Cafarnaún, a orillas del
lago de Galilea. Este lugar será el centro de su actividad hasta que emprendan
viaje a Jerusalén. Desde aquí Jesús ira recorriendo las poblaciones vecinas
pero con su residencia localizada en Cafarnaún. Por ello, a pesar de que hace
poco tiempo que Jesús vive ahí, ya lo han escuchado hablar y les impresiona a
sus oyentes la autoridad con la que habla el Señor, la convicción de sus
palabras, el mensaje completamente novedoso que transmite y que penetra en sus
vidas. Jesús es alguien distinto, incomparable, casi extraordinario. Hasta aquí
son capaces de llegar, pero no más allá.
Los hombres que le escuchan, que
le rodean, que le admiran, no saben quién es o, al menos, se resisten a
conocerlo más en profundidad. Pero hay alguien que sí lo conoce desde el
principio: el demonio, el príncipe del mal. «Sé quién eres: el Santo de Dios».
Identifica perfectamente a Jesucristo como su antagonista, como su rival, como
aquel que puede vencerlo y eliminarlo. Y de hecho así lo hace. Jesús le ordena
guardar silencio y marcharse. Él tiene poder para someter y eliminar al mal,
expulsándolo de la vida de los hombres. Y paradójicamente sus contemporáneos no
son capaces de reconocerlo, de darse cuenta de que están delante del Mesías de
Dios, del Santo de Dios. No aciertan a pasar de la simple admiración por la
persona de Jesús a la confesión de la fe, a creer en Él. ¿Cuántas veces no nos
sucede a nosotros lo mismo? Estamos a gusto con nuestros propios ídolos, que
nos someten, que nos esclavizan, que nos absorben, que nos dominan y no
queremos que Cristo nos libere. Él ha venido precisamente para eso, para
salvarnos, para rescatarnos, para alejarnos de esos demonios que nos envuelven.
Pero tenemos que permitirle que lo haga. Tenemos que ser capaces de reconocerlo
como el Santo de Dios, el que nos puede devolver nuestra vida en plenitud,
nuestra felicidad, nuestra alegría perdida. Una vida que tantas veces hemos
dejado en manos de otros. Volvamos nuestra mirada a Él y con humildad y
sencillez preguntemos: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno?».
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