AGUSTÍN MONTALVO
Fiesta del Bautismo del Señor – Ciclo C
“Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto” (Mt 3, 13-17)
Muchos contemporáneos de Jesús se preguntaban: ¿quién es este hombre?, una pregunta que otros han seguido haciéndose hasta el día de hoy. El dogma cristiano responde taxativamente afirmando que es el Hijo de Dios hecho hombre: Dios y hombre al mismo tiempo en una misma persona. Pero no parece que sea fácil asumir esta verdad, y mucho menos explicarla, puesto que desde los primeros siglos del cristianismo aparecieron multitud de desviaciones doctrinales al intentar razonarla: para afirmar uno de los términos (la divinidad o la humanidad) negaban o minimizaban peligrosamente el otro.
El problema sigue siendo actual, baste recordar la reciente polémica suscitada por algunos libros sobre Jesús en los que se pretende destacar su dimensión histórica humana, y que han provocado la respuesta fulminante por parte de algunos defensores de la ortodoxia: «son arrianos», sentencian. La calificación probablemente sea excesiva. La verdad es que presentan un Jesús atractivo, bondadoso, amable e ilusionante, pero… escaso y limitado; el Jesucristo en quien creemos es mucho más que eso.
Por otra parte, aunque nadie levante su voz condenatoria, abundan relatos sobre el mismo Jesús en los que la divinidad se enfatiza de tal manera que la dimensión humana no parece pasar de un mero soporte de la misma, una especie de vestido para hacerla visible (docetismo se llama a la herejía que en los siglos II y III afirmaba que la humanidad era solo aparente).
El tiempo de Navidad que hoy finaliza ofrece la respuesta a la pregunta inicial. Hemos visto a un niño nacido en una familia sencilla de Nazaret, un niño al que hoy el evangelio nos presenta adulto solidarizado con los pecadores pasando por el bautismo de Juan. El que se manifestó como hombre en Belén y Nazaret hoy se manifiesta como Hijo de Dios junto al Jordán. El Espíritu de Dios desciende sobre él y la voz del Padre proclama: «Este es mi Hijo, el amado». En él se manifiesta con verdad cómo es Dios y en él también se nos muestra igualmente cómo es el hombre.
El Espíritu que desciende sobre él lo consagra y lo envía «para que abra los ojos de los ciegos, para que saque de las mazmorras a los que habitan en las tinieblas». Con su fuerza «pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo».
En nuestro bautismo, que hoy recordamos, a quienes somos exclusivamente humanos el Espíritu, que también desciende sobre cada uno de nosotros, nos hace hijos adoptivos de Dios, partícipes «en alguna forma» de su divinidad. Y nos consagra para una misión que es continuar la obra de Jesús.
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