AGUSTÍN MONTALVO
Domingo III de Adviento – Ciclo A
“¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” (Mt 11, 2-11)
No es extraño un sentimiento de frustración dentro de la generación que vivió con esperanza ilusionada algunos acontecimientos de los años 60 y 70 del pasado siglo: el final de la guerra fría, que propiciaba la esperanza de una convivencia pacífica en el mundo; el establecimiento de la democracia en nuestro país, que auguraba un futuro de libertad, de bienestar y de justicia; el concilio Vaticano II, como un soplo de aire fresco del Espíritu, que pretendía renovar interiormente a la Iglesia y ofrecer una imagen también renovada de ella misma, como servidora del mundo y cercana a las realidades de los hombres. Con el paso del tiempo hemos comprobado que las realizaciones no han respondido exactamente a las expectativas. Las tensiones han aparecido por otros lugares y las guerras o sus amenazas siguen presentes. La democracia tampoco ha impedido actitudes autoritarias, situaciones de corrupción o desigualdades hirientes. Y experimentamos que la realidad eclesial no está como para tirar cohetes. Para muchos tristemente el concilio ha significado un bello sueño, una anécdota irrelevante o incluso la causa de la actual situación. ¿Es posible esperar todavía?, se pregunta mucha gente.
Algo análogo le ocurrió a Juan el Bautista. Había aceptado la misión de preparar el camino al Mesías y lo había hecho con entrega y radicalidad. Lo había descrito como fuego devorador, con el bieldo en la mano para aventar y separar el grano de la paja, para distinguir a los buenos de los malos, en definitiva, para poner en orden las cosas con evidencia. Pero las noticias que le llegan a la prisión sobre la actividad de Jesús muestran otro signo y él empieza a dudar: ¿será este el esperado?
«Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, los inválidos andan (…) y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia» es la respuesta de Jesús. Frente a las actitudes contundentes y taxativas del Bautista las acciones del Mesías se manifiestan en términos de misericordia, de perdón, de confianza, de acogida.
«Dichoso el que no se sienta defraudado por mí», añade. Ciertamente en una cultura de la eficacia y del éxito inmediato los pequeños gestos de Jesús pueden parecer insignificantes y hasta inútiles. Alguien ha dicho que la espiritualidad necesaria en este momento no es la del éxito, sino la de la fidelidad, ni la del miedo, sino la de la confianza. La esperanza del Adviento en la vida nueva que el Hijo nos ofrece se manifiesta en la fidelidad en estos gestos suyos, que van cambiando la propia vida y la de nuestro entorno, y que son, al mismo tiempo, denuncia ante un mundo injusto e insolidario. Se descubre igualmente en la presencia de realidades positivas, acaso pequeñas, que la fuerza de lo negativo impide ver. ¿Qué son, si no, los servicios de tantas instituciones eclesiales en este tiempo de crisis, o la vida entregada y comprometida de muchas personas, de diferente condición o creencia, al servicio de los otros?
Sí, es posible y necesaria la esperanza.
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