FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ
Domingo XXX del tiempo ordinario – Ciclo C
“El que se humilla será enaltecido” (Lc 18, 9-14)
Dos hombres suben al templo a orar y sale justificado el que, si no conociéramos la historia, menos esperaríamos. Sale justificado, es decir, está justificado que esté en el entorno de Dios cuando llega su Reino y está justificada su presencia en el mundo como actor de los planes de Dios.
El primero es el hombre justo, que cumple la ley, es decir, el que se somete a su palabra. Pero no es éste el bien mirado por Dios, ¿por qué? Dios valora nuestro esfuerzo por someternos a su voluntad. Lo valora y lo aprecia. Pero demasiadas veces estrechamos su voluntad hasta hacerla coincidir con el orden que damos a nuestra vida. Entonces no vemos nuestro pecado porque hemos reducido a Dios a la talla de nuestras mejores obras. En este planteamiento olvidamos que Dios no quiere sólo que cumplamos su voluntad -los mandamientos-, sino que esto nos haga vivir con su mismo espíritu, su misma forma de ser. Y esto es lo que olvida el primer hombre. Su perfección le distancia de un mundo que ve imperfecto, criticable, mísero. De esta manera lo mejor de sí mismo no entra al servicio de la humanidad, sino que se convierte en un acontecimiento de desprecio de los humanos concretos. ¡Qué distinta es la santidad de Dios! Su perfección no sólo no es utilizada para separarse de nosotros, sino que le lleva a vincularse con más intensidad a nuestras pequeñas y, en ocasiones, miserables vidas. Su santidad es fuente de misericordia. Su perfección se muestra en la capacidad de acogernos para, poco a poco, hacernos partícipes de su misma vida. ¡Qué distinta la perfección de los hombres!
Por eso los justos que sólo vienen a Dios a mostrar su superioridad, o que se dejan llevar por lo mejor de sí mismos para criticar a los demás, son como los niños que creen que si no hacen las cosas bien no son amados por sus padres (triste asunto), y que sólo valen ante sí mismos si pueden decir que son mejores que los demás (triste vida). Y quieren que esto se lo repita Dios mismo (triste tristeza).
Y ¿qué decir del otro? ¿Por qué sale justificado? Porque sabe que jamás estará a la altura de la gracia de Dios, pero ha descubierto que incluso así puede confiar en su misericordia a la que se entrega. Y porque es capaz de no esconderse delante de Dios, sino acoger de él la única fuerza que puede transformar la muerte en vida y la debilidad en fuerza de amor. En verdad, él se conoce y conoce verdaderamente a Dios. Él sirve para que Dios haga grandes obras en el mundo. En él la tristeza se volverá canto de alabanza.
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