JOSÉ ÁLVAREZ ESTEBAN
«No tenéis que regalarme nada, hago la Primera Comunión porque quiero, y porque quiero a Jesús y sé que Él me quiere». Si no la trascripción exacta, letra a letra, sí la contestación de una niña a sus padres, que le preguntaban por el regalo en el día de su Primera Comunión. Me lo confesó ella misma en la capilla de Nuestra Madre en San Vicente. Esta niña y su determinación, y la tan preciosa como cercana y educativa carta de nuestro obispo a los niños que celebran su Primera Comunión y la Carta Pastoral del cardenal Rouco, «Expresión viva de fe, no mera fiesta social», inspiran y provocan este comentario.
Hemos superado la fiesta de la Ascensión y estamos en Pentecostés; una semana más y será el Corpus con las Sacramentales, amplia concentración de fiestas religiosas, válvula de escape de una fe en exceso intimista y recluida en el espacio. Y, ya se sabe, lo que no se expresa difícilmente se vive. Tocan ahora las Primeras Comuniones, manifestación limitada en las formas de una verdad que nos supera: «Dios como respuesta». Es la definición que Benedicto XVI hace de la Eucaristía.
Cuando se trata de las Primeras Comuniones lo más fácil, lo que pide el cuerpo, es quedarse en la realización práctica del evento y olvidar sus repercusiones. Una sociedad, debilitada en exceso en la fe, difícilmente acierta a celebrar los misterios que la escenifican. Nos balanceamos entre la realidad y el misterio, entre lo que es y lo que debiera ser. Miramos hacia adelante y no vemos claro. Nos preguntamos, ¿cómo no hacerlo?, sobre el futuro religioso de estos niños y niñas, qué permanencia tendrá su acercamiento a Jesús, si sus padres seguirán con el imprescindible don del acompañamiento, si habrá para los hijos una consecuente educación religiosa. La Primera Comunión es para los niños una celebración, para los padres un compromiso.
Es por lo que pedimos no se haga daño a unos niños que viven con ilusión este día; que no se dañe a quienes con la mejor buena voluntad del mundo tratan de iniciarlos en la fe; que no se dañe a una Iglesia que les abre los brazos y los acerca a la mesa de los mayores; que no se dañen ellos mismos, los padres, pues lo mejor que les puede suceder es que sus hijos crean, honren y bendigan a Dios. Los niños, al alargar la mano o abrir su boca, les están diciendo que no quieren vivir en la indigencia.
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