ÁNGEL CARRETERO MARTÍN
Si en otras ocasiones he reflexionado en esta columna sobre la riqueza humana de la dimensión vocacional de la persona, hoy deseo subrayar algo importante de la originalidad de la vocación cristiana.
Para ello quiero empezar señalando que la Iglesia («pueblo de llamados») no es como un campo llano y uniforme sino como un jardín repleto de flores diversas que ofrece a la vista un precioso paisaje, un recinto de paz y acogida para todos. Así es como matrimonios y célibes, religiosos-as de vida activa y contemplativa, misioneros en los países subdesarrollados, laicos comprometidos en la sanidad, educación, política, medios de comunicación, etc., todos están llamados a vivir su vocación específica en favor de la felicidad de todos los que formamos el cuerpo de la Iglesia, la gran familia de Dios. Como tal familia deseamos y procuramos que sus hijos reconozcan en ella y a través de ella la llamada que les viene de Dios; y que, al acogerla y realizarla generosamente, despierte nuevas vocaciones.
Ahora bien, a menudo sucede que es tan habitual casarse, conseguir un buen trabajo, tener hijos, ascender en la escala laboral, etc., que podría llegar a convertirse en el único centro de interés con el peligro de poder llegar a ser tan absorbente que haga olvidar otros valores más importantes como el sentido de la existencia y de la vocación cristiana, el protagonismo que Dios tiene en nuestra vida, el significado de los valores humanos y cristianos. Por eso, las vocaciones de especial consagración (sacerdotes, religiosos y religiosas de vida activa y contemplativa) tienen la hermosa misión de ser heraldos de esta memoria viva, recordando a todos el objetivo al que tendemos en la vida.
Que seamos menos en número no significa en modo alguno que nos sintamos mejores, peores o más héroes que la gran mayoría que no se decide por una vida de especial consagración. Tampoco es la necesidad de sacerdotes o religiosas la clave de la «lógica» vocacional, sino la convicción de que la existencia tiene un sentido pleno, que nos lo podemos apostar todo por Dios: el único que nos garantiza la victoria en esta partida de la vida, el único que responde a todos nuestros interrogantes, el único que satisface plenamente todas nuestras necesidades y afectos.
Todos reconocemos humildemente debilidades y miserias, pero con la misma sinceridad de corazón hay que decir que Dios es lo mejor que nos ha pasado en la vida, que sentirse amado por Él y amarle en la entrega a los demás nos hace crecer en libertad y en la confianza de que, a pesar de los tropiezos, merece la locura de haberle consagrado la vida.
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