RAFAEL ÁNGEL GARCÍA LOZANO
El estreno de la película Ágora, de Alejandro Amenábar, ha supuesto en algunos sectores la vuelta a la carga con el rifirrafe cristiano-anticristiano-laicista que parece que late con alguna fuerza en la sociedad española en la que vivimos. No vamos a considerar ahora si la película se basa o no en un hecho histórico para hacer ficción o si, por el contrario, se convierte en proselitismo laicista. Para gustos los colores. Por cierto, en Ágora los cristianos visten de gris o negro y los paganos de blanco. Oscurantista la cosa…
Nos interesa más bien rescatar dos datos para la reflexión. Uno. El propio director destacaba la actualidad de su película, como crítica a la imposición y la intolerancia religiosa. Y ciertamente, lo es. No sé si tanto porque hoy la gente se mate por su fe -me da que en nuestro país más bien poco, y lo que mayoritariamente se da es simplemente pasar- cuanto porque Ágora expresa efectivamente la condición humana. Ágora es Alejandría, y ésta la capital y metrópoli de la cultura por antonomasia. Pero también es, como queda bien reflejado –proliferan las voces-, la urbe de las revueltas ciudadanas, las broncas, los habitantes coléricos, irascibles, subversivos. Furor alexandrinus, como sentencia la sabiduría clásica. En efecto, una película bien actual, que expresa la historia de la humanidad misma, donde la violencia está presente de forma indeleble en nuestro propio código genético. Alejandría como paradigma de la urbe y el hombre desesperados por imponerse a su propia condición.
Dos. El discurso narrativo de Ágora pone de relieve la circunstancia de un esclavo, Davo, que se aferra a la nueva doctrina religiosa emergente, al cristianismo, con la esperanza de encontrar en ella las aspiraciones de libertad que tanto ansía. Y la logra. El cristianismo se convierte en catalizador de humanización. Ni más ni menos. Para pensar.
Iglesia en Zamora nº 83, 25/10/09.
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