JESÚS GÓMEZ
Domingo XXIII del Tiempo Ordinario - Ciclo B
“Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7, 37)
Las relaciones entre el párroco de Lourdes y uno de sus coadjutores fueron muy tensas a causa de las apariciones de la Virgen. Ante la duda de su autenticidad, si asistimos a las apariciones, decía el párroco, nos acusarán de ser los promotores de este tinglado. Y, si no asistimos, replicaba el coadjutor, nos acusarán de que estamos montando una coartada. Las cosas de Dios no necesitan de nosotros para triunfar, insistía el párroco. Entonces ¿qué hacemos aquí? “La fe, por el oído”, rebatía el coadjutor. (Ver en mi Diario de las apariciones de Lourdes).
La fe, por el oído, pero si uno está sordo… Sordo y mudo estaba un hombre. Sus familiares, paganos como él, lo condujeron ante Jesús y le rogaban que le impusiera las manos. Expresión nada frecuente para pedir una curación. Esto de imponer las manos sobre la cabeza de una persona, no se usa entre nosotros. Desde los tiempos de Abrahán (1800 a.C.) el padre, al imponer las manos sobre la cabeza de un hijo, lo constituía heredero y señor de sus hermanos. Gesto, pues, transmisor de favores y poder, que se usaba y se sigue usando en la liturgia como signo de bendición. Los familiares, pues, reconocen que Jesús está dotado de un poder, poder benefactor. Otra novedad: mientras Jesús se resistió a las súplicas de la mujer siro-fenicia, al instante accede a la petición de estos siro-fenicios. Más aún, se retira con el minusválido; quiere estar a solas con él. Para sanar las deficiencias físicas (otra novedad más), mete sus dedos en los oídos del sordo y con saliva le toca la lengua. Como si quisiera hacerse sentir a través de los cinco sentidos, intensificar su presencia. La saliva se usaba como medicina popular; sin embargo, Jesús no cura al minusválido con la saliva, sino con su palabra. Algo extraño tiene el comportamiento de Jesús, que nos recuerda el milagro de la resurrección de Lázaro. Levanta los ojos al cielo, signo de comunión con el Padre, y emite un gemido. Evidentemente Jesús está experimentando una gran conmoción y, vuelto hacia el sordomudo, le dice en arameo: “Effetá”, es decir, ábrete, como si el hombre estuviese cerrado. Cerrado ¿a qué? Al instante se abrió. ¿A qué se abrió? Indudablemente a la fe: ¡la fe por el oído!
La gente, estupefacta, proclama: “Todo lo ha hecho bien”. Las mismas palabras puestas en boca de Dios al aprobar su obra creadora: “Vio Dios que todo estaba bien”. Y añaden: “hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. Ceguera y sordera caracterizaron a la Jerusalén idólatra, en la nueva Jerusalén “se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán y la lengua del mudo cantará”. Este sordomudo, que ha sido renovado, es el anticipo de la nueva Jerusalén y de la nueva creación. ¿Qué urgencia sintió Jesús para retirarse al instante con este hombre? ¿Qué presentimientos lo agitaron que le hicieron levantar los ojos al cielo y gemir en alta voz? ¿Presintió acaso su pasión, el precio que debería pagar por esta renovación? Porque el relato de esta sanación no deja de ser un relato muy particular.
La Opinión-El Correo de Zamora, 6/09/09.
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